A más de dos meses de la llamada “Guerra de los Doce Días”, una tensa calma se ha instalado sobre Medio Oriente. El estruendo de las sirenas antiaéreas en Tel Aviv y las explosiones en Isfahán ha cesado, pero el eco del conflicto resuena en las cancillerías de todo el mundo. Lo que comenzó como una operación militar focalizada, escaló hasta convertirse en la confrontación directa más grave entre Israel e Irán en la historia moderna. Hoy, con la perspectiva que otorga el tiempo, es posible analizar las capas de un enfrentamiento que no solo redibujó el mapa de alianzas y amenazas en la región, sino que también dejó al descubierto la fragilidad del equilibrio estratégico global.
El 13 de junio de 2025 marcó el punto de quiebre. Tras meses de negociaciones diplomáticas fallidas en Omán y ante lo que percibió como una amenaza existencial inminente, Israel lanzó la “Operación León Creciente”: un ataque aéreo masivo contra un centenar de objetivos en Irán, incluyendo la sensible instalación de enriquecimiento de uranio en Natanz. Para el gobierno de Benjamín Netanyahu, era una acción preventiva ineludible. Para Teherán, fue una inequívoca declaración de guerra.
La respuesta iraní fue inmediata y contundente. Durante los días siguientes, más de 400 misiles balísticos y cientos de drones suicidas fueron lanzados contra territorio israelí. Esta ofensiva, sin precedentes por su escala y sofisticación, puso a prueba los límites del aclamado escudo de defensa israelí. Sistemas como la Cúpula de Hierro, la Honda de David y los interceptores Arrow, si bien lograron neutralizar la mayoría de las amenazas, no fueron infalibles. La estrategia iraní de saturación, combinando proyectiles de distintas velocidades y trayectorias, logró penetrar las defensas, causando víctimas y daños en ciudades como Beersheba, y demostrando que la invulnerabilidad tecnológica es un mito.
La escalada arrastró a las potencias globales. Mientras la ONU y la Unión Europea pedían moderación, Estados Unidos, bajo la presidencia de Donald Trump, jugó un rol ambiguo. Tras declarar tener conocimiento previo del ataque israelí, su administración culminó su intervención con la “Operación Martillo de Medianoche”, un bombardeo con bombarderos furtivos B-2 que, según el Pentágono, “destruyó las ambiciones nucleares de Irán”. Fue una demostración de fuerza dirigida tanto a Teherán como a Tel Aviv, un movimiento diseñado para forzar el fin de las hostilidades y permitir a Trump adjudicarse el rol de pacificador.
- La perspectiva israelí: Desde Tel Aviv, la narrativa se centró en la legítima defensa. Analistas y fuentes gubernamentales justificaron el ataque inicial como la única opción viable frente a un Irán que, según informes de inteligencia y de la OIEA, estaba a meses de poder ensamblar un dispositivo nuclear. La agresión, en esta visión, no fue una elección, sino una necesidad impuesta por la retórica aniquilacionista de Teherán y sus avances nucleares no declarados.
- La perspectiva iraní: Irán presentó su respuesta como un acto de soberanía y disuasión. Sin embargo, la crisis expuso las profundas fracturas internas del régimen. Por un lado, el gobierno moderado del presidente Masoud Pezeshkian buscaba canales diplomáticos para la desescalada. Por otro, la Guardia Revolucionaria Islámica, el poder fáctico militar, ejecutaba una respuesta bélica de gran envergadura. Esta dualidad quedó en evidencia cuando, tras el anuncio de alto al fuego de Trump, el canciller iraní negó la existencia de un “acuerdo” formal, hablando en cambio de un cese unilateral de hostilidades, un matiz que revela la pugna por el control de la narrativa y la estrategia nacional.
- El tablero global: Para Rusia y China, el conflicto fue una oportunidad para denunciar la “hipocresía” occidental y el unilateralismo estadounidense. Moscú intentó posicionarse como mediador, capitalizando sus lazos históricos con Teherán y sus pragmáticas relaciones con Israel. Beijing, por su parte, acusó a Washington de “echar gasolina al fuego”. Ambos actores buscaron consolidar su influencia en una región donde el poder estadounidense mostraba signos de imprevisibilidad.
La Guerra de los Doce Días no surgió de la nada. Fue la culminación de décadas de una “guerra en la sombra” librada a través de asesinatos selectivos, ciberataques y conflictos subsidiarios (proxy). El pilar de la estrategia iraní había sido el llamado “Eje de la Resistencia”, una red de aliados como Hezbolá en Líbano, el régimen de Assad en Siria y Hamás en Gaza. Sin embargo, la reciente destrucción de Hamás y la caída del gobierno de Assad dejaron a Irán sin su cinturón de protección exterior, obligándolo a confrontar a Israel directamente.
Asimismo, la capacidad de Irán para sostener una ofensiva a gran escala se explica por su doctrina de guerra asimétrica, desarrollada durante décadas de aislamiento y sanciones. Sus “ciudades de misiles”, complejos subterráneos diseñados para proteger y lanzar su arsenal, demostraron ser un elemento disuasorio formidable y un desafío logístico para sus adversarios.
El alto al fuego del 24 de junio puso fin a los combates, pero no al conflicto. Las ambiciones nucleares de Irán han sido retrasadas, no eliminadas. La sensación de seguridad en Israel se ha visto erosionada. Y la inestabilidad política interna en Irán podría llevar a decisiones aún más impredecibles en el futuro.
Para Chile y América Latina, el conflicto tiene una relevancia latente. Expertos en seguridad advierten que una Guardia Revolucionaria humillada podría recurrir a su brazo de operaciones exteriores, la Fuerza Quds, para perpetrar ataques en teatros secundarios donde la vigilancia es menor. La historia del atentado a la AMIA en Buenos Aires sirve como un sombrío recordatorio. La Guerra de los Doce Días ha terminado, pero el mundo ha entrado en una nueva y más peligrosa fase, donde la paz depende de un equilibrio frágil y la posibilidad de un error de cálculo es más alta que nunca.