Han pasado más de dos meses desde que la administración de Donald Trump sacudió los cimientos del comercio global con una agresiva ofensiva arancelaria. Lo que en abril comenzó como una declaración de guerra comercial contra China, con la imposición de tarifas de hasta un 125%, se ha transformado en una danza impredecible de amenazas, pausas y negociaciones. Para una economía abierta como la chilena, intrínsecamente ligada a los vaivenes de sus dos principales socios comerciales, estos meses no han sido de observación pasiva, sino de un activo y complejo ejercicio de equilibrio estratégico.
La cronología de los hechos revela una política exterior estadounidense marcada por la volatilidad. El 9 de abril, el anuncio de un arancel del 125% a productos chinos fue seguido, en el mismo comunicado, por una pausa de 90 días para los países que no tomaran represalias. Pocos días después, el 13 de abril, la misma administración eximió de estos aranceles a productos tecnológicos clave como teléfonos y computadores, evidenciando las presiones internas de sus propias corporaciones y el impacto en los consumidores estadounidenses. Esta aparente contradicción —castigar a China mientras se protegían sectores de alto consumo— desnudó la complejidad de una guerra comercial que iba más allá de la retórica.
La escalada continuó. A principios de junio, Trump duplicó los aranceles al acero y aluminio y calificó las negociaciones con el presidente Xi Jinping como “extremadamente difíciles”. Sin embargo, apenas 48 horas después, tras una llamada telefónica “muy positiva”, anunció una nueva ronda de conversaciones para retomar una tregua.
Frente a este torbellino, la respuesta de Chile fue diametralmente opuesta. El 11 de abril, el Presidente Gabriel Boric marcó la línea del gobierno: “Chile no va a responder con aranceles, sino con diplomacia”. Esta postura, respaldada por el ministro de Hacienda, Mario Marcel, quien vio en la pausa inicial una toma de conciencia de Washington sobre los efectos de sus propias medidas, se materializó en una estrategia de dos vías. Por un lado, la activación de los canales institucionales, apelando al Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos y al multilateralismo. Por otro, la creación, el 21 de abril, de una comisión transversal de expertos —incluyendo exministros y expresidentes del Banco Central— para analizar los impactos y proponer cursos de acción.
La crisis no fue sentida de igual manera por todos los actores. Desde el corazón del sector productivo chileno, el CEO de la minera BHP, Mike Henry, advirtió el 17 de abril que, si bien el impacto directo de los aranceles sobre la compañía era limitado, las consecuencias indirectas de un menor crecimiento económico global y la fragmentación del comercio eran “más significativas”. Esta visión puso el foco en el verdadero riesgo para Chile: no tanto un arancel específico, sino una contracción de la demanda de China, principal destino del cobre chileno.
En el mundo financiero, la reacción fue mixta. El Diario Financiero reportó el 14 de abril que los inversionistas de alto patrimonio reaccionaron con cautela, pero también vieron la volatilidad como una oportunidad de compra. La corrección de precios en activos tecnológicos de EE.UU., golpeados por la incertidumbre, atrajo a capitales que apuestan a largo plazo, demostrando que en medio de la crisis, algunos ven riesgo y otros, descuentos.
La perspectiva del Gobierno, en tanto, se mantuvo firme en la defensa de un orden internacional basado en reglas. La decisión de no entrar en una guerra de “ojo por ojo” arancelario buscó posicionar a Chile como un actor predecible y fiable, una estrategia que busca proteger los intereses a largo plazo por sobre reacciones impulsivas de corto plazo.
Este episodio no es un hecho aislado. Es un capítulo más en la creciente rivalidad geopolítica entre Estados Unidos y China, y una prueba de fuego para el modelo de desarrollo chileno, basado en la apertura comercial desde hace décadas. La dependencia del cobre como principal producto de exportación y de China como su principal mercado crea una vulnerabilidad estructural que estas crisis solo exacerban.
A mediados de junio, el conflicto está lejos de resolverse. La tregua es inestable y la retórica beligerante puede resurgir en cualquier momento. Sin embargo, para Chile, el período de shock inicial ha decantado en una fase de gestión estratégica. La comisión de expertos ya está trabajando, se exploran activamente nuevos mercados y se refuerzan las alianzas diplomáticas. La danza de los aranceles entre las superpotencias continúa, y Chile, aunque no es un bailarín principal, ha demostrado que su estrategia no es quedarse inmóvil, sino moverse con prudencia, buscando su propio ritmo en un escenario global cada vez más complejo.