La muerte del Papa Francisco el 21 de abril de 2025 no fue solo el final de un pontificado de doce años; fue el cierre de un capítulo que intentó redefinir el catolicismo para un mundo globalizado y fracturado. Francisco, el primer Papa del hemisferio sur, impulsó una visión de la Iglesia como un “hospital de campaña”, priorizando la misericordia sobre la rigidez doctrinaria y llevando el foco a las periferias geográficas y existenciales. Su legado, marcado por encíclicas como `Laudato si’` sobre la ecología y `Fratelli tutti` sobre la fraternidad universal, generó tanto fervor como una profunda resistencia. La compleja y a menudo tensa relación con su propia Argentina, país que nunca visitó como Papa para evitar la instrumentalización política, sirvió como un microcosmos de las divisiones que su figura proyectó a escala global. Con su fallecimiento, la pregunta que quedó suspendida sobre la Plaza de San Pedro no era solo quién lo sucedería, sino qué visión de la Iglesia prevalecería.
La respuesta llegó con la elección del cardenal estadounidense-peruano Robert Francis Prevost Martínez, quien adoptó el nombre de León XIV. A sus 69 años, es un pontífice más joven que su predecesor en el momento de su elección, lo que sugiere un horizonte temporal más largo. Sin embargo, más allá de la demografía, es la simbología de sus primeras acciones la que proyecta las narrativas del futuro.
La elección del nombre no es casual. Al invocar a León XIII, autor de la encíclica `Rerum Novarum` (1891) que sentó las bases de la Doctrina Social de la Iglesia frente a la primera Revolución Industrial, León XIV se posiciona explícitamente para enfrentar lo que él mismo denominó “otra revolución industrial y los avances en el campo de la inteligencia artificial”. Este gesto indica un cambio de eje temático: de la ecología y la migración de Francisco, a la ética tecnológica y la dignidad humana en la era digital. Su perfil, descrito como metódico, deliberativo y menos propenso a decisiones espontáneas, contrasta radicalmente con el estilo pastoral e impulsivo de Bergoglio. Los primeros gestos —la defensa del matrimonio tradicional, el uso de vestimentas como la `mozzetta` y la posible mudanza al Palacio Apostólico— son señales de un retorno a una forma y, potencialmente, a un fondo más tradicional.
El escenario más probable, a juzgar por las señales iniciales, es el de una restauración doctrinal. En esta proyección, el pontificado de León XIV se dedicará a clarificar las ambigüedades teológicas y pastorales que, según sus críticos, marcaron la era de Francisco. El objetivo sería reafirmar con nitidez las enseñanzas tradicionales sobre la familia, la sexualidad y la liturgia, proveyendo un ancla de certeza en un mundo percibido como moralmente a la deriva.
Una posibilidad alternativa es que León XIV no busque desmantelar el legado de su predecesor, sino integrarlo en un marco más estructurado. Este futuro se define por la “hermenéutica de la continuidad”. El nuevo Papa, en lugar de ser un reaccionario, actuaría como un consolidador, buscando una síntesis entre el impulso pastoral de Francisco y la estabilidad doctrinal de Benedicto XVI y Juan Pablo II. El proceso sinodal continuaría, pero sería guiado con mano firme para evitar desviaciones doctrinales.
Un tercer escenario, que puede coexistir con los otros, es un cambio en el centro de gravedad geopolítico de la Iglesia. Si Francisco fue el Papa del Sur Global, León XIV, por su origen y sus intereses declarados, podría ser el Papa que mire de frente a los desafíos del Norte Global. Su pontificado podría pivotar desde las favelas y las fronteras hacia los centros de poder tecnológico y financiero.
La muerte de un Papa es siempre un momento de refundación. El paso del pastor global al león de la tradición no es simplemente un cambio de estilo, sino una redefinición de las prioridades y el alma de una institución milenaria. Los futuros aquí descritos no son mutuamente excluyentes; lo más probable es que el pontificado de León XIV sea una compleja amalgama de restauración, síntesis y reorientación. La pregunta fundamental que su papado deberá responder es si es posible forjar una unidad en la fe sin sacrificar la capacidad de dialogar con un mundo diverso y en constante cambio. El humo blanco se ha disipado, pero la brújula del futuro de la Iglesia Católica aún busca su norte.