A principios de mayo de 2025, la noticia sacudió la trastienda de la industria televisiva chilena: Miguel Ángel Fernández Lizonde, un trabajador de una empresa contratista, falleció por una descarga eléctrica durante el montaje de una actividad para el reality "Mundos Opuestos" de Canal 13, que se grababa en Perú. Tras un escueto comunicado de condolencias, la maquinaria del espectáculo no se detuvo. A los pocos días, se anunciaban nuevos participantes y, semanas después, las primeras imágenes de romances y conflictos emergían desde el encierro, como si la tragedia fuese apenas un prólogo incómodo que debía ser superado con rapidez.
Este evento, lejos de ser una simple crónica roja, actúa como una potente señal de futuro. Expone la tensión fundamental entre la producción de entretenimiento a gran escala y la ética del cuidado. La muerte de Fernández Lizonde no es solo un accidente laboral; es un síntoma de un modelo que, en su búsqueda de espectacularidad y reducción de costos, puede empujar los límites de la seguridad y la dignidad humana. La decisión de continuar con el programa casi sin interrupciones plantea una pregunta crucial: ¿cuál es el costo humano que estamos dispuestos a aceptar por el entretenimiento?
Un futuro probable es la consolidación de lo que ya observamos: la normalización del dolor. En este escenario, la audiencia, ya habituada a un flujo constante de conflictos, humillaciones y dramas personales, integra la tragedia real como un elemento más del relato. El incidente se convierte en una nota a pie de página, un dato morboso que añade una capa de "realidad" al producto, pero que no altera su consumo.
Bajo esta lógica, la industria podría incluso inclinarse hacia un "trauma-tainment" más explícito. Los castings podrían priorizar perfiles con vulnerabilidades evidentes, y las dinámicas del encierro podrían diseñarse para explotar estas fragilidades, todo bajo la justificación de la "autenticidad". El dolor, el duelo y la precariedad emocional de los participantes (y, como vemos, del equipo de producción) se transforman en materia prima para el rating. Este camino representa una profundización del modelo actual, donde la ética es una variable secundaria frente a la demanda comercial. La externalización de la producción a otros países, como en este caso a Perú, podría seguir siendo una estrategia para operar en marcos regulatorios más laxos, manteniendo los costos bajos y la responsabilidad legal, difusa.
Una trayectoria alternativa, y no excluyente, es la rebelión de una parte significativa de la audiencia. Este movimiento no sería necesariamente masivo, pero sí influyente. Segmentos del público, particularmente generaciones más jóvenes y consumidores de medios más críticos, podrían comenzar a rechazar activamente los formatos que perciben como explotadores. Las redes sociales actuarían como catalizador, permitiendo que las críticas pasen de ser comentarios aislados a campañas organizadas contra el canal y sus anunciantes.
Este escenario se nutre de un contexto cultural más amplio, donde la salud mental, los derechos laborales y la ética corporativa son temas cada vez más relevantes. Las revelaciones de figuras como la actriz Carmina Riego sobre el ambiente de acoso en la televisión de antaño demuestran que existe una memoria histórica de abusos que puede conectar con eventos actuales. Un futuro así vería el surgimiento de un consumidor mediático más consciente, que no solo elige qué ver, sino cómo se produce lo que ve. Esto podría forzar a los canales a desarrollar nuevos formatos de telerrealidad centrados en la habilidad, la cooperación o la transformación positiva, alejándose del conflicto como motor principal. La viabilidad del modelo de negocio dependería, entonces, de una "licencia social para operar" otorgada por su público.
Independientemente de la reacción del público, la muerte de un trabajador es un hecho de una gravedad que inevitablemente activa mecanismos legales e institucionales. Este es el escenario de la regulación forzada. La tragedia en el set de "Mundos Opuestos" expone las zonas grises en la cadena de responsabilidades: el canal, la productora local, la empresa contratista. Esta complejidad, que hoy diluye la culpa, podría ser el motor para crear una legislación mucho más estricta.
En el mediano plazo, podríamos ver la implementación de protocolos de seguridad y bienestar obligatorios para toda la cadena de producción audiovisual, fiscalizados por organismos como el Consejo Nacional de Televisión (CNTV) o la Dirección del Trabajo, incluso para producciones en el extranjero. Podrían establecerse estándares mínimos de salud mental para participantes y equipos, con psicólogos presentes no solo para los concursantes, sino para todo el personal. A largo plazo, este incidente podría sentar jurisprudencia, obligando a los canales a asumir una responsabilidad solidaria por las condiciones de todos los trabajadores involucrados en sus proyectos, sin importar cuán tercerizado esté el servicio. El costo de no hacerlo —demandas millonarias, daño reputacional y sanciones regulatorias— se volvería prohibitivo.
El futuro de la telerrealidad en Chile no será una única vía, sino una tensa negociación entre estas tres fuerzas. La inercia del mercado seguirá empujando hacia el espectáculo a cualquier costo, mientras que focos de resistencia ciudadana y la inevitable intervención regulatoria actuarán como contrapesos. El caso de "Mundos Opuestos" no desaparecerá; se convertirá en un precedente, un fantasma que rondará las futuras decisiones de producción.
La pregunta que queda abierta es qué narrativa prevalecerá. ¿Será recordado como el trágico pero inevitable costo del entretenimiento masivo, o como el momento en que la industria fue obligada a mirarse al espejo y reconocer que el espectáculo no puede, ni debe, devorar a quienes lo hacen posible? La respuesta definirá no solo el tipo de televisión que veremos en la próxima década, sino también el tipo de sociedad que elegimos ser.