Lo que hace unos meses estalló como una grave denuncia por delitos sexuales contra Manuel Monsalve, entonces una de las figuras clave del gobierno como Subsecretario del Interior, ha madurado hasta convertirse en un complejo expediente que trasciende la esfera personal para instalarse en el corazón del debate público. Hoy, con el exsubsecretario bajo arresto domiciliario y recuperándose de una intervención quirúrgica de urgencia, el caso ha mutado. Ya no se trata solo de esclarecer una acusación de violación, sino de desentrañar una trama que involucra el potencial mal uso de gastos reservados, la conducta de altas autoridades y la transparencia del poder político.
La narrativa inicial, centrada en el encuentro entre Monsalve y una asesora en un hotel de Santiago, se fracturó con la filtración de su declaración a la fiscalía. Su defensa, que alude a una pérdida de memoria tras consumir “dos pisco sour”, se vio inmediatamente contrastada por los hallazgos del peritaje de la PDI a su teléfono móvil. Este dispositivo, convertido en una verdadera caja negra, reveló un historial de búsquedas que encendió todas las alarmas: desde “damas de compañía” en portales de internet y sitios de citas con mujeres extranjeras, hasta consultas sobre drogas de sumisión química como el GHB, realizadas días después del presunto ataque.
Estos antecedentes no solo debilitaron su versión de los hechos, sino que abrieron una arista impensada que puso en jaque su rol como responsable de la seguridad del país. Como señaló el ministro de Seguridad, Luis Cordero, sucesor de Monsalve en algunas de sus funciones, tal conducta “expone la función pública”, especialmente cuando la autoridad a cargo de perseguir el crimen organizado y la trata de personas muestra interés en actividades vinculadas a esos mismos ilícitos.
Paralelamente, la investigación destapó un patrón de comportamiento que levantó una segunda bandera roja: el uso extendido de dinero en efectivo. Testimonios y análisis de sus cuentas bancarias revelaron que los gastos de Monsalve no se condecían con sus retiros formales. La Fiscalía indaga ahora si los casi 850 millones de pesos en gastos reservados a los que tuvo acceso durante su gestión fueron utilizados para fines personales, lo que podría configurar el delito de malversación de caudales públicos. Esta hebra investigativa, separada de la causa por delitos sexuales, amenaza con una segunda formalización y añade una capa de corrupción a un caso ya de por sí escandaloso.
El caso Monsalve se libra hoy en tres frentes simultáneos, cada uno con sus propias tensiones y actores:
El expediente Monsalve no es un hecho aislado. Se inserta en una discusión más amplia y estructural sobre los límites del poder y la responsabilidad de quienes ocupan altos cargos. El concepto de “vida social acorde con la dignidad del cargo”, consagrado en el estatuto administrativo, vuelve al centro del debate. ¿Hasta qué punto la vida privada de una autoridad puede comprometer la seguridad y la confianza pública? El caso demuestra que, en la era digital, la frontera entre lo público y lo privado es cada vez más difusa y peligrosa.
Asimismo, la arista de los gastos reservados reabre una herida histórica en la política chilena, asociada a la discrecionalidad y la falta de control en el uso de recursos fiscales. Este caso pone a prueba, una vez más, los mecanismos de fiscalización y la voluntad del Estado para garantizar la probidad en sus más altas esferas.
A más de dos meses de que el escándalo alcanzara su punto álgido, el caso Monsalve está lejos de concluir. El exsubsecretario se encuentra en una delicada situación procesal y de salud, enfrentando la posibilidad de ser formalizado por dos delitos graves. El gobierno, por su parte, sigue lidiando con las repercusiones políticas, atrapado entre la necesidad de mostrar firmeza y las acusaciones de secretismo. La justicia tiene la palabra final, pero el veredicto de la opinión pública sobre la integridad de sus instituciones ya está en juego.