El secuestro del exalcalde de Macul, Gonzalo Montoya, a fines de junio de 2025, trascendió rápidamente la crónica roja para convertirse en una señal de futuro. Más allá de los detalles escabrosos —una presunta doble vida, extorsión y la participación de una banda extranjera—, el evento funciona como un catalizador que ilumina la convergencia de tres tendencias que definirán la seguridad en Chile durante la próxima década: la sofisticación de la violencia como un negocio, la erosión de la soberanía del Estado en sus funciones básicas y la creciente politización de la crisis de seguridad.
Lo que inicialmente parecía un delito de alto impacto más, se ha entrelazado con una cadena de sucesos que desnudan las vulnerabilidades sistémicas del país. La detención de miembros de la banda "Los Mapaches", la captura de sicarios del "Tren de Aragua" en el sur y, de forma más alarmante, la inexplicable liberación de uno de ellos desde un penal de alta seguridad, no son anécdotas aisladas. Son los síntomas de un ecosistema criminal que ha madurado y un aparato estatal que muestra signos de fatiga y, posiblemente, de corrupción.
El secuestro de Montoya no fue un acto de violencia aleatoria, sino una transacción comercial basada en información. Los captores no solo buscaban dinero; explotaban un activo intangible: los secretos y la reputación de su víctima. Este modelo de "violencia como servicio" marca una evolución significativa. El crimen organizado en Chile está diversificando su portafolio más allá del narcotráfico para incluir la extorsión selectiva, el secuestro y el sicariato por encargo, como se vio en el asesinato del comerciante de Meiggs.
En este escenario futuro, la demanda de estos "servicios" podría crecer. Empresarios, figuras públicas o cualquier persona con un patrimonio visible o una vida privada comprometida se convierten en un objetivo potencial. La violencia deja de ser un subproducto del control territorial para transformarse en una herramienta de mercado, accesible para quien pueda pagarla. La pregunta que se abre es: ¿cuántos otros "sótanos de poder" existen, donde las disputas personales o comerciales se resuelven a través de intermediarios criminales? La existencia de grandes sumas de dinero en efectivo en el domicilio de Montoya es una pista de una economía informal que opera en los márgenes, un caldo de cultivo perfecto para este tipo de criminalidad.
Si la profesionalización del crimen es una fuerza externa, la fragmentación de la soberanía estatal es la crisis interna que la habilita. La liberación de un sicario por un "error" administrativo o un oficio fraudulento es quizás el punto de inflexión más grave. Este hecho no solo revela una falla burocrática; sugiere que el sistema judicial y penitenciario, los pilares de la justicia del Estado, son permeables. La pregunta ya no es si el crimen puede operar en las calles, sino si puede manipular los engranajes del propio Estado para garantizar la impunidad.
Esta percepción se agrava con los casos de "narcomilitares" en el Ejército y la Fuerza Aérea. La infiltración del crimen organizado en las Fuerzas Armadas, consideradas el último bastión de la integridad institucional, representa una amenaza existencial para la seguridad nacional. La reacción de la candidata presidencial Evelyn Matthei, exigiendo la convocatoria del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), no es solo una jugada política; es el reconocimiento de que el problema ha escalado de un asunto policial a una crisis de Estado.
A mediano plazo, este escenario proyecta la consolidación de "zonas grises" territoriales y funcionales. Territorios como el Barrio Yungay o ciertas comunas del sur podrían ver cómo la autoridad estatal se vuelve nominal, mientras que la ley de las bandas impone el orden. Funcionalmente, la confianza en la policía, los tribunales y Gendarmería podría desplomarse a niveles irrecuperables, empujando a los ciudadanos a buscar justicia por mano propia o a contratar seguridad privada, profundizando la desigualdad ante la ley.
Chile se encuentra en una encrucijada con dos caminos divergentes.
Un futuro posible, aunque de baja probabilidad por la polarización actual, es el de una "Reforma de Estado Forzada". El shock colectivo podría generar la voluntad política para un pacto nacional que aborde la modernización tecnológica del Poder Judicial, una purga profunda en Gendarmería, la creación de agencias de inteligencia civil especializadas en crimen organizado y una legislación que ataque las finanzas de estas redes. Sería un proceso doloroso y costoso, pero orientado a reconstruir la capacidad y la legitimidad del Estado.
El escenario alternativo, y de mayor probabilidad si las tendencias actuales se mantienen, es el de la "Anomia Normalizada". En este futuro, la crisis de seguridad se convierte en el principal combustible del debate político electoral, pero sin traducirse en reformas estructurales. La retórica de "mano dura" domina las campañas, pero la impunidad persiste. La violencia se vuelve un riesgo cotidiano con el que la ciudadanía aprende a convivir, la desconfianza en las instituciones se cronifica y la brecha entre quienes pueden pagar por su seguridad y quienes no, se convierte en un abismo social.
El caso Montoya, por lo tanto, deja de ser la historia de un hombre para convertirse en un espejo del país. Las decisiones que se tomen —o que se omitan— en los próximos meses para responder a las grietas que este y otros casos han revelado, determinarán si Chile logra reafirmar el monopolio de la justicia o si, por el contrario, cede silenciosamente fragmentos de su soberanía a las lógicas del poder criminal.