El ataque del 22 de abril en Pahalgam, en la Cachemira administrada por India, no fue simplemente otro episodio sangriento en una larga historia de violencia. La muerte de 26 personas encendió una mecha que, en cuestión de semanas, ha llevado a dos potencias nucleares al borde de un conflicto abierto. La respuesta de Nueva Delhi, bautizada como “Operación Sindoor”, no fue solo una represalia militar contra supuestas bases terroristas en Pakistán; fue la culminación de una escalada calculada que incluyó la expulsión de diplomáticos, el bloqueo de medios de comunicación y, de manera crítica, la suspensión unilateral del Tratado de Aguas del Indo de 1960, un pilar de la estabilidad regional durante más de seis décadas.
Este último movimiento, más que los misiles, es una señal inequívoca de que las viejas reglas del juego han sido desechadas. Al convertir el agua en un arma de presión estratégica, India ha elevado las apuestas a un nivel existencial para Pakistán, un país que depende críticamente de los ríos que nacen en la disputada región. La respuesta de Islamabad, prometiendo una represalia contundente, ha colocado al sur de Asia en su coyuntura más peligrosa desde la crisis de Kargil en 1999. Lo que se dirime en los próximos meses no es solo la soberanía sobre un territorio, sino la viabilidad de la disuasión en el siglo XXI.
El futuro más probable a corto plazo es una repetición, aunque más intensa, de crisis pasadas. En este escenario, Pakistán ejecuta una represalia limitada y simétrica. Podría ser un ataque a puestos fronterizos indios o una acción militar de precisión que busque restaurar el honor nacional sin provocar una guerra total. Ambos gobiernos, liderados por figuras nacionalistas como Narendra Modi en India y Shehbaz Sharif en Pakistán, necesitan proyectar fuerza ante sus audiencias internas. Una vez que ambos lados hayan “ganado” su batalla para el consumo local, la presión internacional, ejercida por potencias como Estados Unidos y China, podría facilitar una desescalada gradual.
Sin embargo, este futuro es inherentemente inestable. Los factores de incertidumbre son enormes. Un error de cálculo en la respuesta pakistaní —si es percibida como demasiado débil o, peor aún, demasiado letal por Nueva Delhi— podría romper este frágil equilibrio. Este escenario no resuelve nada; simplemente pospone la confrontación, permitiendo que el resentimiento y la desconfianza se acumulen hasta la próxima e inevitable crisis, que probablemente será aún más violenta.
Una segunda posibilidad es que el conflicto no escale a una guerra convencional, pero tampoco se resuelva. En su lugar, podría transformarse en una guerra híbrida de desgaste a largo plazo. Este escenario se caracteriza por una confrontación constante bajo el umbral de la guerra declarada. Las señales ya están presentes: la guerra informativa, con el bloqueo mutuo de medios, se intensificará. Los ciberataques contra infraestructuras críticas se volverán rutinarios. La presión económica, con el Tratado de Aguas como rehén, se convertirá en una herramienta de coerción permanente.
En este futuro, ambos países quedarían atrapados en un ciclo de desestabilización mutua, apoyando a grupos insurgentes y proxies en el territorio del otro. Sería un conflicto costoso, que drenaría recursos vitales y socavaría el desarrollo económico, no solo de India y Pakistán, sino de toda la región. El tablero geopolítico se volvería crucial: el apoyo de China a Pakistán y la alianza estratégica de Estados Unidos con India podrían convertir a Cachemira en el epicentro de una nueva Guerra Fría a escala regional, con consecuencias impredecibles para el equilibrio de poder global.
Este es el futuro que el mundo teme. Un error de cálculo, una cadena de mando rota o la simple niebla de la guerra podrían empujar a ambos países por la escalera de la confrontación hasta su último y más terrible peldaño. La dinámica es perversa y está anclada en las doctrinas militares de ambos países. India ha desarrollado la doctrina “Cold Start” (Arranque en Frío), que prevé incursiones rápidas y limitadas en territorio pakistaní para castigar actos de terrorismo sin, teóricamente, cruzar el umbral nuclear de Islamabad.
El problema es que la respuesta de Pakistán a esta estrategia es una doctrina de “Primer Uso” (First Use). Al carecer de la profundidad estratégica y la fuerza convencional de India, Pakistán se reserva el derecho de utilizar armas nucleares tácticas para detener una invasión convencional, incluso si es limitada. Aquí radica el punto de inflexión crítico: si una operación india tipo “Cold Start” es percibida en Islamabad como una amenaza existencial, la tentación de desplegar un arma nuclear táctica podría ser irresistible. Una vez que se cruza esa línea, la probabilidad de una respuesta nuclear masiva por parte de India es altísima, arrastrando a la región y potencialmente al mundo a un abismo nuclear.
La crisis actual en Cachemira ha dejado claro que los mecanismos de contención del pasado ya no son suficientes. La retórica se ha vuelto más inflexible, las acciones más audaces y las líneas rojas más difusas. Los líderes de India y Pakistán se enfrentan a decisiones críticas que no solo definirán el destino de sus naciones, sino que también pondrán a prueba la arquitectura de seguridad global.
Los escenarios que se abren van desde una paz precaria, mantenida por el miedo a la aniquilación mutua, hasta una guerra de desgaste que desangre a la región, pasando por la catástrofe nuclear. No hay un camino fácil ni una solución evidente. La trayectoria final dependerá de si prevalece la lógica fría de la disuasión o si el fervor nacionalista y la trágica inercia del conflicto terminan por imponerse. El mundo observa, conteniendo la respiración, mientras la frontera incandescente amenaza con consumir mucho más que las montañas de Cachemira.