El triunfo de Jeannette Jara en las primarias del oficialismo, ocurrido hace ya más de un mes, no fue simplemente la selección de una candidata. Fue una señal sísmica que ha acelerado la reconfiguración del paisaje político chileno. Más allá de la victoria de una militante comunista —la primera con opciones reales de llegar a La Moneda en décadas—, el evento ha destapado y profundizado las fracturas existentes, especialmente en el mundo de la centroizquierda. La baja participación electoral, un dato que no debe ser subestimado, actúa como un telón de fondo que advierte sobre una ciudadanía distante, cuyo comportamiento en noviembre es hoy una de las mayores incógnitas. Lo que está en juego no es solo una elección presidencial, sino la viabilidad de futuros pactos de gobernabilidad en un país que parece oscilar con creciente intensidad entre dos polos.
La estrategia de la candidata oficialista se ha movido en un delicado equilibrio. Por un lado, necesita consolidar a su base, que le otorgó un contundente 60% en la primaria. Por otro, enfrenta el imperativo de expandir sus fronteras hacia un centro político que la observa con profunda desconfianza. Los primeros movimientos de su campaña son sintomáticos de este dilema. La incorporación del exministro de Hacienda de la Concertación, Nicolás Eyzaguirre, fue un gesto calculado para tender puentes con el Socialismo Democrático y el mundo técnico que se sintió huérfano tras la derrota de Carolina Tohá. Sin embargo, este tipo de señales choca con la resistencia ideológica de actores clave, como la directiva de la Democracia Cristiana.
La presidenta del partido, Alberto Undurraga, ha sido enfático al calificar de “poco creíble” el giro discursivo de Jara hacia la seguridad y el crecimiento económico, y ha descartado de plano un apoyo. La candidatura de Jara, por tanto, se enfrenta a una pregunta fundamental: ¿es posible construir una mayoría en torno a una figura del Partido Comunista sin que esta renuncie a sus postulados históricos? O, por el contrario, ¿cualquier intento de moderación será visto como un “disfraz”, tal como lo planteó Undurraga, alienando tanto a su base dura como al centro que busca conquistar?
Un primer futuro plausible es la construcción de una "alianza táctica". En este escenario, el pragmatismo se impone sobre las convicciones. Ante el temor a un triunfo de la derecha, especialmente de su ala más dura representada por José Antonio Kast, sectores del Socialismo Democrático y facciones de la Democracia Cristiana —como la que representa el diputado Eric Aedo— podrían terminar entregando un apoyo crítico a Jara en segunda vuelta. No sería un respaldo entusiasta, sino una decisión estratégica para evitar lo que consideran un mal mayor.
Un eventual gobierno nacido de esta alianza sería, por definición, frágil y transaccional. Cada política pública, cada nombramiento y cada votación en el Congreso estaría sujeta a una negociación permanente entre fuerzas con visiones de país disímiles. La gobernabilidad estaría perpetuamente condicionada, con un alto riesgo de parálisis ante la primera crisis o desacuerdo fundamental. La pregunta clave aquí es si una coalición tan heterogénea podría sobrevivir cuatro años sin implosionar.
Una trayectoria alternativa conduce a un "gobierno de nicho". Si los gestos de Jara hacia el centro resultan insuficientes y la Democracia Cristiana logra articular una candidatura propia o sus votantes se dispersan, la candidata oficialista podría verse forzada a replegarse sobre su electorado más fiel: el Partido Comunista y el Frente Amplio. En un escenario de alta fragmentación con múltiples candidatos en primera vuelta, es matemáticamente posible llegar a La Moneda con un porcentaje de apoyo relativamente bajo.
Sin embargo, gobernar sería una historia muy distinta. Un mandato de nicho implicaría una minoría parlamentaria crónica y una legitimidad social cuestionada por amplios sectores del país. La capacidad para implementar su programa de transformaciones —como la promesa de terminar con las AFP— sería extremadamente limitada, generando una rápida frustración en su propia base de apoyo y una oposición frontal del resto del espectro político. Este escenario revive el fantasma de la soledad en el poder, donde ganar la elección es solo el preludio de una administración asediada.
El escenario más riesgoso es aquel donde la polarización actual no se resuelve, sino que se institucionaliza. La elección se convierte en una batalla de trincheras entre dos bloques irreconciliables. Gane quien gane, el próximo gobierno enfrentaría una oposición obstruccionista y una sociedad civil fracturada. La derrota de Carolina Tohá, como apuntan algunos analistas, puede interpretarse como el fin del “espíritu de la Concertación”, esa cultura de pactos que, con todos sus límites, proveyó de estabilidad al país durante décadas.
Sin ese pegamento, el sistema político corre el riesgo de una parálisis estructural. La incapacidad para procesar las demandas sociales y económicas podría agudizar el malestar ciudadano y erosionar aún más la confianza en las instituciones. En este futuro, la ingobernabilidad no sería un problema del gobierno de turno, sino una característica del sistema político chileno, abriendo la puerta a ciclos de inestabilidad de consecuencias impredecibles.
El triunfo de Jeannette Jara ha actuado como un catalizador que obliga a todos los actores a mostrar sus cartas. Su candidatura representa tanto la posibilidad de un realineamiento histórico de la izquierda como el riesgo de una fractura insalvable con las tradiciones moderadas que han sido centrales en la política chilena. Los próximos meses serán decisivos. Las decisiones que tome la Democracia Cristiana, la capacidad de la derecha para unificar a sus fuerzas y, sobre todo, la habilidad de la propia Jara para navegar la compleja arquitectura de la desconfianza, definirán cuál de estos futuros probables se materializará. Chile observa, conteniendo la respiración, el desarrollo de una trama cuyo desenlace determinará mucho más que el nombre del próximo ocupante del palacio de La Moneda.