El regreso de Oasis a los escenarios en 2025, tras 16 años de una de las separaciones más mediáticas del rock, es mucho más que la suma de sus conciertos agotados y la euforia de una generación. Es una señal potente que ilumina las trayectorias futuras de la industria musical, la gestión de la memoria colectiva y la relación entre arte y mercado. Lo que vimos en Cardiff no fue simplemente el reencuentro de dos hermanos enemistados, sino la consolidación de un nuevo paradigma: el capitalismo afectivo en su máxima expresión, donde la nostalgia se convierte en una materia prima de alta rentabilidad y las emociones, en un servicio de lujo.
La gira Oasis Live "25 se despliega como un artefacto cultural y económico perfectamente calibrado. No promete nueva música ni una reconciliación genuina; su propuesta de valor es la recreación fidedigna de una experiencia pasada. Este evento nos obliga a preguntarnos: ¿es este el futuro dominante para las grandes leyendas del rock? ¿Estamos entrando en la era de las "reconciliaciones por demanda"?
A mediano plazo, el modelo Oasis podría estandarizarse. Imaginemos un futuro donde las bandas no terminan, sino que entran en "períodos de inactividad estratégica". La separación deja de ser un drama para convertirse en un activo latente. El regreso se planifica no por un impulso creativo, sino cuando la demanda del mercado alcanza un punto de máxima rentabilidad, calculado por algoritmos que miden el sentimiento en redes y la disposición a pagar de audiencias específicas.
Este modelo del "concierto infinito" transforma a las bandas en franquicias, similares a las sagas cinematográficas. Los hermanos Gallagher, con su calculada distancia en el escenario —un saludo inicial de manos, seguido de una interacción nula—, ofrecen una lección magistral: la magia de Oasis puede ser invocada como un producto, sin necesidad de resolver el conflicto humano que la originó. La autenticidad ya no reside en la relación entre los artistas, sino en la fidelidad de la ejecución musical. El público no paga por ver a dos hermanos reconciliados, paga por escuchar Wonderwall y Champagne Supernova sonar exactamente como en sus recuerdos. El punto de inflexión crítico aquí sería la decisión de grabar un nuevo álbum. Si esto no ocurre, se confirmará que el legado de Oasis ha sido exitosamente empaquetado como un producto de herencia, no como una fuerza creativa viva.
Históricamente, el rock se definió por su tensión con el establishment. Oasis, en los 90, encarnó una actitud de clase trabajadora, desafiante y arrogante. Su regreso en 2025, sin embargo, proyecta una dinámica diferente. La rebelión se ha vuelto un espectáculo de estadio, con precios dinámicos que la hacen accesible solo para un segmento con alto poder adquisitivo. El espíritu contestatario se ha domesticado, transformándose en un artículo de consumo para la misma generación que una vez lo vivió como una ruptura.
Este escenario sugiere una divergencia fundamental en el futuro del rock. Por un lado, las grandes leyendas se consolidarán como "patrimonio cultural", ofreciendo giras de altísimo nivel técnico pero desprovistas de riesgo y urgencia social. Serán como museos itinerantes de la rebeldía. Por otro lado, esta misma espectacularización podría generar un vacío que sea llenado por nuevas formas de contracultura, probablemente más crudas, locales y alejadas de los grandes capitales, que reaccionen contra esta versión segura y predecible del rock. La pregunta a largo plazo es si el rock como género puede seguir generando movimientos de vanguardia o si su destino es convertirse, definitivamente, en música clásica del siglo XX.
El fenómeno Oasis también nos habla sobre cómo construiremos la memoria en el futuro. La gira es un ejercicio de curatoría narrativa: se seleccionan los himnos, se evoca la gloria pasada y se deja el conflicto de fondo como un ruido sordo pero tolerable. La imagen de Paul "Bonehead" Arthurs posicionado estratégicamente entre los dos hermanos en el escenario es una metáfora perfecta: un mediador que garantiza que el espectáculo continúe sin que la realidad del quiebre lo contamine.
Esto podría dar paso a una era de "reconciliaciones por demanda" en la esfera pública, no solo en la música. Figuras políticas, socios comerciales o líderes de opinión podrían adoptar treguas performáticas para capitalizar momentos específicos, sabiendo que la audiencia está dispuesta a aceptar una versión simplificada de la historia a cambio de la gratificación emocional del momento. El riesgo es la erosión de la complejidad. Si nos acostumbramos a que los conflictos más profundos pueden ser pausados por un contrato y un cheque, podríamos perder la capacidad de lidiar con las verdaderas complejidades de la reconciliación, tanto a nivel personal como social.
La resurrección de Oasis no es una anomalía, es un mapa. La tendencia dominante apunta hacia una industria musical que perfeccionará la monetización de la nostalgia, con bandas legendarias operando como marcas de lujo. El mayor riesgo es la osificación del rock como una fuerza cultural relevante, confinándolo a un ciclo de auto-homenajes. Sin embargo, la oportunidad latente es inmensa: el brillo cegador de estos mega-eventos puede dejar en la sombra a nuevos ecosistemas musicales, donde la autenticidad, el riesgo y la comunidad florezcan lejos de los estadios y los precios dinámicos.
El regreso de los Gallagher, en última instancia, funciona como un espejo. Lo que vemos reflejado no es solo el pasado de una banda icónica, sino una imagen nítida de nuestros propios anhelos. La pregunta que queda flotando en el aire, mucho después de que se apagan las luces del escenario, es qué nos dice sobre nosotros mismos esta abrumadora necesidad de pagar por revivir el pasado, incluso cuando sabemos que es solo una magnífica y efímera sinfonía.