Un puñetazo en el vestíbulo de un edificio en Vitacura no suele ser materia de análisis futuro. Sin embargo, la agresión de Martín de los Santos a Guillermo Oyarzún, un conserje de 70 años, trascendió el acto de violencia para convertirse en un símbolo catalizador. El video de seguridad, viralizado hasta la saciedad, no solo registró un delito; fracturó el espejo en el que se mira una parte de la sociedad chilena, revelando las grietas profundas entre la justicia formal, el privilegio de clase y el poder ineludible del panóptico digital.
El caso, que escaló de una agresión a una fuga internacional y a una serie de desafíos públicos a la autoridad judicial, no es una simple crónica policial. Es una señal emergente, un laboratorio en tiempo real sobre cómo la impunidad tradicional se enfrenta a una nueva forma de vigilancia descentralizada. Su importancia futura no radica en el destino de un individuo, sino en las preguntas que obliga a plantear sobre la rendición de cuentas en una era donde cada ciudadano es un testigo potencial y cada pantalla, un tribunal.
La trayectoria del caso De los Santos fue alterada decisivamente por un factor: la cámara de seguridad y su difusión masiva. Sin esa evidencia visual, es plausible que el incidente se hubiera resuelto como los anteriores del agresor: con un acuerdo económico y sin una condena que manchara su "irreprochable conducta anterior".
Este escenario proyecta un futuro donde la tecnología actúa como un mecanismo nivelador. La proliferación de cámaras y la cultura de la denuncia digital podrían consolidarse como un contrapeso efectivo a la influencia y los recursos de las élites. En esta visión, el temor a la "funa" viral se convierte en un disuasivo más potente que la propia ley, forzando a las instituciones judiciales a actuar con una celeridad y rigor que antes eran selectivos. La justicia, empujada por la presión social, se vuelve menos permeable al estatus socioeconómico.
El punto de inflexión crítico para este escenario sería la normalización de la evidencia digital ciudadana en los procesos judiciales iniciales, influyendo en la aplicación de medidas cautelares más estrictas. Sin embargo, el riesgo latente es la transición de la vigilancia como herramienta de justicia a la tiranía del juicio mediático, donde la presunción de inocencia se evapora ante la viralidad y la sentencia pública precede a la judicial.
Una visión alternativa sugiere que las estructuras de poder no se quiebran, sino que se adaptan. En este futuro, la élite aprende a navegar el panóptico digital. El caso De los Santos se convierte en una lección no sobre el fin de la impunidad, sino sobre la necesidad de gestionarla con mayor sofisticación.
Proyectamos la aparición de un nuevo mercado de servicios para la élite: equipos de contención de crisis digitales, abogados especializados en la eliminación de contenido online y estrategas de narrativa que operan en redes sociales para sembrar la duda o victimizar al agresor. La impunidad ya no se compraría solo con un cheque a la víctima, sino con inversiones millonarias en la guerra por el relato público. El sistema judicial, a su vez, podría ceder a la presión en casos de alto perfil para mantener la paz social, mientras la injusticia sistémica persiste en los miles de casos que nunca se vuelven virales.
La estrategia de Martín de los Santos, desafiando a los jueces y presentándose como víctima de un "show mediático", es un prototipo de esta reconfiguración. No se esconde en silencio; construye una narrativa paralela donde él es el perseguido. El futuro de la impunidad podría ser menos sobre evadir la ley y más sobre disputar su legitimidad en la arena pública.
Quizás la consecuencia más profunda y duradera del caso sea el cuestionamiento al concepto de "antecedentes penales". De los Santos no tenía condenas, pero sí un extenso historial de violencia documentado en acuerdos reparatorios. La indignación pública no surgió de un acto aislado, sino del descubrimiento de un patrón de conducta que el sistema legal había ignorado sistemáticamente.
Esto abre la puerta a un futuro donde la definición de "riesgo para la sociedad" se expanda para incluir el "historial digital y conductual". Podríamos ver reformas legales que obliguen a los tribunales a considerar acuerdos extrajudiciales previos en delitos violentos al momento de fijar cautelares. O, de manera más informal, que la presión mediática y la evidencia digital acumulada se conviertan en un factor de facto que los fiscales y jueces no puedan ignorar.
El principal factor de incertidumbre es la resistencia del sistema legal a incorporar fuentes de información no formalizadas. ¿Se mantendrá el estricto apego a la condena como único antecedente válido, o se adaptará para reconocer que en el siglo XXI, la ausencia de condenas no siempre significa ausencia de peligro? La forma en que se resuelva esta tensión definirá si la justicia se moderniza o si mantiene un velo de ceguera voluntaria ante la evidencia que desborda sus propios archivos.
El caso De los Santos no ofrece una única visión del futuro, sino un abanico de posibilidades en tensión. La tendencia dominante es la colisión inevitable entre la visibilidad total y los privilegios históricos. La infamia digital es hoy un costo que incluso los más poderosos deben calcular.
El mayor riesgo es que esta colisión genere únicamente una justicia performática: castigos ejemplares para los casos virales que actúan como válvula de escape social, mientras el sistema subyacente permanece inalterado. La oportunidad latente, sin embargo, es transformadora: que este y otros casos similares fuercen una conversación nacional sobre qué entendemos por justicia, antecedentes y equidad, impulsando reformas que hagan al sistema legal más receptivo a las complejas realidades sociales que la era digital ha sacado a la luz.
Al final, la pregunta que nos deja el espejo roto de Vitacura es si seremos capaces de reconstruirlo en una forma que refleje una imagen más justa de la sociedad, o si nos conformaremos con observar los fragmentos, cada uno mostrando una versión distorsionada y conveniente de la justicia que queremos ver.