Hace unos meses, la inteligencia artificial (IA) era una curiosidad tecnológica. Hoy, se ha convertido en un espejo en el que Chile se mira con una mezcla de fascinación y recelo. La frase que mejor captura el sentir nacional es un chilenismo: "me gusta, pero me asusta". Según un reciente sondeo de Ipsos, un 53% de los chilenos se declara entusiasmado por los beneficios de la IA, mientras un 60% admite sentirse nervioso por sus efectos. Esta dualidad, más acentuada que el promedio mundial, no es solo una estadística; es el telón de fondo de un debate profundo que ha permeado las universidades, los lugares de trabajo y los pasillos del Congreso, obligando al país a confrontar preguntas fundamentales sobre su futuro.
El primer campo de batalla y experimentación ha sido la educación. Un estudio de la Universidad de Chile reveló que el 81% de los estudiantes de primer año ya utiliza herramientas de IA. Sin embargo, la forma en que lo hacen destapa una incipiente crisis ética: mientras un 91% las usa para resolver dudas puntuales, solo un 18% considera válido emplearlas para realizar trabajos completos. Esta brecha entre la práctica y el principio evidencia la falta de un marco claro y la urgencia de una nueva pedagogía.
La discusión trasciende la mera prevención del plagio. El pedagogo Charles Fadel, en una reciente entrevista, advirtió que el verdadero desafío no es cómo usamos la IA, sino qué enseñamos en su era. "Las redes sociales compiten por tu atención; la IA va a competir por tus pensamientos", sentenció. Su llamado es a reformar el currículo para priorizar habilidades que las máquinas no pueden replicar fácilmente: pensamiento crítico, creatividad, colaboración y adaptabilidad. La pregunta ya no es si los estudiantes usarán IA, sino si el sistema educativo los preparará para pensar por encima de ella.
Paralelamente, la conversación sobre el futuro del trabajo ha pasado de la especulación a la certeza. A nivel global, directores ejecutivos de gigantes como Ford y JPMorgan han admitido abiertamente que la IA eliminará empleos administrativos. Estudios como el de McKinsey en Reino Unido ya muestran una contracción en las vacantes de sectores como finanzas y tecnología, atribuyéndola en parte a la expectativa de automatización.
En Chile, la percepción es curiosamente ambivalente. La misma encuesta de Ipsos que revela un nerviosismo general, muestra que solo un 13% de los trabajadores teme que la IA reemplace su puesto en los próximos cinco años. En contraste, un optimista 44% cree que mejorará su desempeño laboral. Esta disonancia cognitiva plantea una pregunta incómoda: ¿refleja el optimismo chileno una realidad laboral distinta o una subestimación del tsunami tecnológico que ya está reconfigurando las economías desarrolladas?
La respuesta institucional a esta irrupción tecnológica se debate hoy en el Congreso, y el camino está lejos de ser claro. El proyecto de ley presentado por el Ejecutivo, que propone un marco regulatorio basado en la clasificación de riesgos —similar al enfoque europeo—, ha encontrado una fuerte resistencia.
La diputada Paula Labra, una de las voces críticas, ha advertido que la propuesta es ambigua, fue elaborada de forma apresurada y podría desincentivar la inversión y el desarrollo. Su contrapropuesta, que gana adeptos, es no regular la tecnología en sí, sino sus malos usos, actualizando leyes ya existentes como las de ciberseguridad, protección de datos y el propio Código Penal. Este choque de visiones —regular la herramienta versus regular la acción— ha dejado el proyecto en un punto muerto, evidenciando la enorme dificultad de legislar sobre un fenómeno que evoluciona más rápido que los ciclos políticos.
Lo más llamativo del panorama chileno es la profunda contradicción entre la percepción ciudadana y la realidad institucional. Mientras un 67% de los chilenos confía en que el Gobierno regulará la IA de manera responsable —una cifra muy superior al promedio global—, el debate político está estancado en desacuerdos fundamentales. Esta fe en la capacidad regulatoria del Estado choca con la parálisis legislativa, creando una brecha de expectativas que podría generar frustración a futuro.
Chile se encuentra, por tanto, en una encrucijada. La inteligencia artificial no es solo una nueva herramienta; es un espejo que refleja nuestras esperanzas de eficiencia y modernidad, pero también nuestros miedos a la precariedad, la manipulación y la pérdida de lo humano. La narrativa no está cerrada. El debate sobre la educación apenas comienza, la adaptación del mercado laboral es una incógnita y la ruta regulatoria es incierta. Las decisiones que se tomen en los próximos meses determinarán cuál de los dos reflejos que hoy vemos en el espejo —el de la oportunidad o el de la disrupción— definirá la próxima década del país.