El 28 de abril de 2025, la Península Ibérica no solo perdió 15 gigavatios de potencia en cinco segundos; perdió la ilusión de la invulnerabilidad. El Gran Apagón no fue meramente un fallo técnico, sino un ensayo general no solicitado, un vistazo a la fragilidad fundamental sobre la que se asienta la sociedad del siglo XXI. Más allá de la búsqueda de un culpable —un ciberataque, un fallo en cascada, la intermitencia de las renovables—, el evento funcionó como un interruptor que iluminó las grietas de nuestra dependencia sistémica. Lo que quedó al descubierto en esas horas de oscuridad y caos no fue solo la vulnerabilidad de una red eléctrica, sino el mapa de nuestros futuros posibles, marcados por la tensión entre control, conflicto y comunidad.
Una de las trayectorias más probables que se desprenden del apagón es la aceleración hacia una "Sociedad Fortaleza". En este futuro, la seguridad energética deja de ser un asunto técnico o económico para convertirse en un pilar de la seguridad nacional, a la par de la defensa militar. Los gobiernos, presionados por el recuerdo del colapso de los servicios básicos y las pérdidas económicas millonarias, podrían implementar políticas de securitización extrema de la infraestructura crítica.
Esto se traduciría en inversiones masivas en el endurecimiento de las redes contra ataques físicos y cibernéticos, una mayor centralización del control y una supervisión estatal más intensa. La interconexión energética internacional, antes vista como un símbolo de eficiencia y cooperación, podría ser reevaluada como un riesgo inaceptable. El temor a un nuevo apagón podría llevar a políticas energéticas más proteccionistas, priorizando la soberanía a cualquier costo, incluso si eso significa ralentizar la transición hacia fuentes de energía renovable, percibidas —con o sin razón— como menos estables. El riesgo latente de este escenario es crear sistemas tan rígidos y controlados que se vuelvan incapaces de adaptarse, generando nuevas y más complejas vulnerabilidades.
El hecho de que las autoridades españolas no pudieran descartar inicialmente ninguna hipótesis, incluida la de un actor externo, alimenta un segundo escenario: la "Guerra Fría Digital". En este futuro, la ambigüedad se convierte en un arma. La incapacidad de atribuir con certeza un evento de esta magnitud crea un clima de desconfianza permanente, donde la infraestructura energética y digital se transforma en el principal campo de batalla geopolítico.
Las naciones podrían comenzar a formar bloques tecno-energéticos, desconfiando de la tecnología y las conexiones de sus rivales. Veríamos una escalada en el desarrollo de ciberarmas diseñadas para paralizar infraestructuras críticas, no como un acto de guerra declarada, sino como una herramienta de coerción en la zona gris del conflicto permanente. La cooperación internacional para la estabilidad de la red global se vería socavada por el espionaje y el sabotaje. Un futuro apagón, si se confirmara como un ataque deliberado, actuaría como el "momento Sputnik" de esta era, desencadenando una carrera armamentista por el control del interruptor global.
Frente a la fragilidad expuesta, emerge un tercer escenario, no desde los centros de poder, sino desde la ciudadanía. El "Renacimiento Análogo" es una respuesta directa a la parálisis que supuso la caída de los sistemas de pago digitales, las comunicaciones y el transporte. Este futuro se caracteriza por un movimiento social y cultural hacia la resiliencia local y descentralizada.
Impulsados por la memoria de cajeros automáticos inútiles y la revalorización del efectivo, los ciudadanos y las comunidades buscarán activamente reducir su dependencia de las grandes redes centralizadas. Veríamos un auge en la adopción de soluciones de energía distribuida, como paneles solares domésticos con baterías de almacenamiento, y la creación de microgrids comunitarias capaces de operar de forma autónoma. Este movimiento no sería solo tecnológico; implicaría una revalorización de habilidades prácticas y conocimientos no digitales. La resiliencia dejaría de ser un concepto abstracto para convertirse en una práctica cotidiana: tener una despensa bien surtida, conocer a los vecinos, mantener formas de comunicación que no dependan de la red. El humor y los memes que inundaron las redes sociales durante el apagón, una vez que la conectividad regresó, son una señal de esta capacidad de adaptación cultural, un primer indicio de que la resiliencia más profunda no es tecnológica, sino humana.
El futuro no será una elección entre estos tres escenarios, sino una compleja y, a menudo, contradictoria superposición de los tres. Asistiremos a una pugna entre el Estado que busca el control total para garantizar la seguridad, las tensiones geopolíticas que instrumentalizan nuestras dependencias y las comunidades que buscan autonomía para sobrevivir a la fragilidad. El Gran Apagón Ibérico fue más que un corte de luz; fue una advertencia. Nos obligó a confrontar la pregunta fundamental de qué tan robusto es el andamiaje de nuestra civilización y qué estamos dispuestos a hacer para evitar que la próxima noche oscura sea la que, efectivamente, no termine.