El cese de operaciones del puente ferroviario sobre el río Biobío, tras 135 años de servicio, es mucho más que la jubilación de una estructura. Es el crujido de un modelo de país. Inaugurado en 1889, el viaducto no solo conectó territorios; materializó la promesa de un Estado centralizado, robusto y conquistador, capaz de doblegar la geografía con acero y voluntad política. Su ocaso, sin embargo, no da paso a una visión sucesora clara, sino a un archipiélago de futuros posibles que hoy compiten por definir a Chile en el siglo XXI.
La imagen del viejo puente, cuyo destino oscila entre la chatarra y el museo, es una poderosa metáfora. Mientras un nuevo viaducto, más rápido y eficiente, toma su lugar, la pregunta sobre qué hacer con el pasado se vuelve ineludible. Este evento, lejos de ser un mero apunte de ingeniería, actúa como una señal emergente que ilumina las tensiones subyacentes en la planificación territorial, la identidad nacional y el alma de un país que se debate entre la nostalgia del progreso de antaño y la ansiedad de un futuro incierto.
Un futuro probable es la conversión del pasado industrial en pieza de museo. El puente Biobío podría transformarse en un parque, un paseo peatonal o un monumento a una época de optimismo ingenieril. Este camino, el de la "arqueología del progreso", consiste en preservar las ruinas del desarrollismo como hitos patrimoniales. Es una tendencia global, pero en Chile adquiere un matiz particular: el de un país que, incapaz de proyectar un relato de futuro cohesionado, se refugia en la monumentalización de su pasado.
Este escenario implica la creación de postales nostálgicas que celebran un Estado que fue, pero que ya no es. El riesgo es que esta museificación se convierta en un ejercicio de melancolía estéril, que consagra la memoria del "Estado de Hormigón" —centralizado, jerárquico y constructor de grandes obras aisladas— sin extraer lecciones para los desafíos presentes. La discusión sobre el puente se convierte así en un debate sobre la identidad: ¿somos el país que construyó ese puente o el que ahora no sabe qué hacer con él?
Mientras el pasado se debate, el presente se construye a retazos. La aprobación del teleférico entre Iquique y Alto Hospicio es un ejemplo de una modernidad puntual y encapsulada. Resuelve un problema local con tecnología de punta, pero no responde necesariamente a una estrategia de integración nacional. Al mismo tiempo, proyectos anhelados de cohesión territorial, como el tren rápido Santiago-Valparaíso, siguen estancados, percibidos desde las regiones como una muestra de un "regionalismo de cartón" donde las prioridades de la capital siempre se imponen.
Este fenómeno proyecta un futuro de "Balkanización Conectada": un territorio compuesto por islas de alta conectividad y eficiencia (aeropuertos, puertos modernizados, enclaves mineros, teleféricos urbanos) flotando en un mar de infraestructura deficiente o inexistente. La crítica de la Liga Marítima sobre la falta de una política portuaria integrada, que piense el eje San Antonio-Valparaíso como un único complejo, o la ausencia de una visión bioceánica, refuerza este diagnóstico. Cada proyecto se justifica por su propia lógica económica o política, no por su aporte a un sistema nacional. El resultado es una paradoja: un país más conectado en sus nodos, pero más fragmentado en su conjunto.
La tensión fundamental que definirá las próximas décadas es la pugna entre dos modelos de Estado. El "Estado de Hormigón" del siglo XX, que construyó el puente Biobío, operaba bajo una lógica de certezas: un clima predecible, un territorio a dominar y un futuro lineal. Este es el modelo que, como revela el estudio de CIGIDEN, ha dejado al 79% de las comunas sin planificación adecuada frente a desastres naturales. Sus instrumentos son rígidos, sus planes se desactualizan y su visión es ciega a los nuevos riesgos sistémicos como la crisis climática.
En oposición, emerge la necesidad de un "Estado-Red". Este modelo es descentralizado, adaptativo y resiliente. No piensa en obras aisladas, sino en sistemas interconectados. No impone soluciones desde el centro, sino que articula redes de colaboración entre municipios, regiones, sector privado y academia. Un "Estado-Red" no solo construiría el nuevo puente Biobío, sino que lo integraría a una red logística multimodal, conectada a puertos eficientes y a un sistema ferroviario revitalizado, todo ello diseñado con los datos de riesgo climático y vulnerabilidad social.
La decisión de Argentina de desmantelar su Vialidad Nacional, usando como espejo la aparente eficiencia del modelo de concesiones chileno, es una advertencia. Un modelo enfocado únicamente en la eficiencia del capital puede acelerar la "Balkanización Conectada", profundizando la brecha entre la infraestructura rentable y la necesaria para la equidad territorial y la resiliencia.
Chile no se encamina hacia un único futuro, sino hacia una superposición de estos escenarios. Veremos más ruinas industriales convertidas en parques, mientras en paralelo se inauguran proyectos tecnológicos deslumbrantes pero aislados. La inercia del "Estado de Hormigón" seguirá chocando con las demandas urgentes de un "Estado-Red" que se abre paso a la fuerza, a menudo como reacción a la última catástrofe.
El ocaso del puente sobre el Biobío nos obliga a mirar más allá del hormigón y el acero. Las decisiones sobre infraestructura son, en el fondo, decisiones sobre qué tipo de sociedad queremos ser: una que se aferra a los símbolos de un pasado glorioso, una que acepta la fragmentación como el costo de una modernidad desigual, o una que se atreve a diseñar un futuro más integrado, equitativo y preparado para las tormentas que se avecinan. La respuesta no está en el metal oxidado del viejo puente, sino en la calidad de las conexiones que decidamos construir a partir de ahora.