La historia de Yunerki Ortega, el para-atleta de origen cubano que en julio de 2025 recibió la nacionalidad chilena por gracia, es mucho más que una crónica de superación personal y deportiva. Su caso, sumado al de otros deportistas como Santiago Ford y Yasmani Acosta, funciona como una señal emergente, un indicador que nos obliga a proyectar la mirada más allá del ciclo noticioso inmediato para preguntarnos: ¿qué nos dice este evento sobre el futuro de la identidad, la ciudadanía y el proyecto de nación en Chile?
La decisión del Congreso de otorgarle un pasaporte a Ortega, quien abandonó su delegación durante los Juegos Parapanamericanos de 2023, no es solo un acto de justicia o un gesto humanitario. Es, fundamentalmente, una decisión estratégica que ilumina un futuro plausible donde la nacionalidad se convierte en una herramienta de soft power y de nation branding.
La nacionalización por gracia, históricamente reservada para figuras de contribuciones extraordinarias y excepcionales, podría estar mutando hacia un mecanismo más pragmático. En un mundo donde el talento es el recurso más valioso, Chile parece estar descubriendo que puede "importar" capital humano de alto impacto no solo para obtener medallas, sino para construir prestigio internacional.
Si esta tendencia se consolida, podríamos ver en la próxima década una política, quizás no explícita pero sí sistemática, de búsqueda activa de talentos en deportes, ciencias, artes y tecnología, ofreciendo la ciudadanía como el máximo incentivo. Esto posicionaría a Chile como un polo de atracción, compitiendo no con subsidios, sino con un sentido de pertenencia. Sin embargo, este camino presenta un punto de inflexión crítico: ¿cuáles serían los criterios? El riesgo latente es la creación de una ciudadanía de dos velocidades: una para los "excepcionales" que aportan gloria visible, y otra, mucho más ardua, para el migrante común o incluso para el nativo que no encaja en moldes de excelencia medible. Esto podría fragmentar la cohesión social en lugar de fortalecerla.
Las palabras de Yunerki Ortega tras recibir la noticia —"Lo que siento es más grande que un oro olímpico"— son la clave de un segundo escenario de futuro. Su vínculo con Chile no nace del suelo (ius soli) ni de la sangre (ius sanguinis), sino del afecto, la gratitud y un proyecto de vida. Estamos ante el embrión de lo que podría denominarse "ciudadanía afectiva": un modelo donde la pertenencia se demuestra y se siente, más que heredarse.
En un planeta marcado por la migración masiva, los pilares tradicionales de la nacionalidad se erosionan. El futuro podría ver cómo el derecho de suelo, un pilar de la república chilena, pierde centralidad frente a criterios más subjetivos. La controversia actual sobre si los extranjeros avecindados deben o no ser multados por no votar es un síntoma de esta tensión. Si un residente contribuye, paga impuestos y se siente parte de la comunidad, ¿qué define su grado de "chilenidad"?
La incertidumbre fundamental aquí es cómo se institucionaliza el afecto. Un futuro basado en la ciudadanía afectiva podría ser más inclusivo y humano, pero también peligrosamente discrecional. ¿Quién y cómo se mide la "sinceridad" del vínculo de una persona con el país? Este modelo podría, paradójicamente, generar más exclusión al basarse en criterios intangibles y fácilmente politizables.
Mientras Chile celebra la incorporación de un nuevo héroe deportivo, en las redes sociales se viraliza la opinión de una influencer ecuatoriana: Chile es "el país con el peor marketing del mundo". Esta disonancia es reveladora. El Estado parece más cómodo importando símbolos de orgullo nacional que cultivando y proyectando los propios.
Este fenómeno proyecta dos futuros divergentes. El primero es el de una "nación ensamblada", cuya identidad se construye pragmáticamente a partir de un mosaico de talentos externos. Un Chile funcional y exitoso en ciertos nichos, pero con un relato nacional fragmentado y dependiente de figuras adoptadas. El segundo futuro es el de una crisis de identidad que fuerce una reinvención. La dependencia de "héroes importados" podría catalizar un debate profundo sobre qué significa ser chileno en el siglo XXI, obligando al país a invertir finalmente en su autoconocimiento y en la narrativa que presenta al mundo.
El caso de Yunerki Ortega, por tanto, trasciende su propia historia. Actúa como un espejo que nos devuelve una imagen compleja de nuestro presente y nos obliga a cuestionar el futuro. A medida que el pasaporte se transforma de un certificado de origen a un contrato de aspiraciones, Chile se enfrenta a una decisión fundamental: si su identidad futura será una que se hereda, una que se gana o, como sugiere el corazón de un atleta, una que simplemente se siente.