Han pasado más de dos meses desde que el Tribunal Constitucional (TC) dictaminó la cesación del cargo de la senadora Isabel Allende, una de las figuras más emblemáticas del socialismo chileno. Lo que en su momento fue presentado como un debate sobre los límites de la probidad y la igualdad ante la ley, con el tiempo ha revelado sus consecuencias más profundas: una crisis de poder, lealtad y procedimientos que ha sacudido los cimientos del Partido Socialista (PS) y ha dejado cicatrices en su relación con el gobierno.
La controversia, originada por la firma de un contrato de compraventa con el Estado —un acto prohibido para parlamentarios en ejercicio por el artículo 60 de la Constitución—, trascendió rápidamente el ámbito jurídico. La salida de Allende del Senado no cerró el capítulo; por el contrario, abrió una disputa interna por la sucesión que expuso las fracturas, los personalismos y las lógicas de poder que operan tras el telón de la institucionalidad partidaria.
La historia se desarrolló en dos actos. El primero fue la batalla legal. Parlamentarios de Chile Vamos y del Partido Republicano presentaron un requerimiento ante el TC, argumentando que la senadora había infringido la prohibición constitucional al firmar la escritura para vender al Fisco la histórica casa de su padre, el expresidente Salvador Allende. La defensa de la parlamentaria sostuvo que el contrato no se había perfeccionado, ya que faltaban trámites administrativos. Sin embargo, el TC adoptó una postura de derecho estricto: la sola “celebración” del contrato, es decir, la firma, constituía la infracción. En un fallo de 80 páginas, con una mayoría de ocho votos contra dos, el tribunal no solo la destituyó, sino que emitió un “duro reproche”, afirmando que la sanción no vulneraba la democracia, sino que la “resguardaba” al reforzar un alto estándar ético para los cargos de elección popular.
El segundo acto, y quizás el más revelador, fue la crisis política que se desató dentro del PS. En un gesto de desagravio, la mesa directiva, liderada por Paulina Vodanovic, otorgó a Isabel Allende la prerrogativa de proponer a su reemplazante. Allende ungió al entonces diputado por Valparaíso, Tomás de Rementería. Lo que parecía un trámite para cerrar filas se convirtió en un bochorno público. La directiva envió el oficio al Senado, pero horas después lo retiró, argumentando que la decisión debía ser ratificada por la Comisión Política del partido, un órgano donde convergen las distintas facciones o “lotes” internos.
Este “error administrativo”, como lo calificó Vodanovic, fue interpretado por Allende como una traición. La exsenadora, sintiéndose “revictimizada” por su propio partido, hizo saber a la cúpula su profundo malestar y, según trascendió, evaluó incluso renunciar a su militancia. El episodio dejó en evidencia la pugna entre las corrientes internas, como “Grandes Alamedas”, a la que pertenecen tanto Allende como De Rementería, pero donde también surgieron otros nombres como el del vicepresidente Arturo Barrios, generando un quiebre. La presión fue tal que De Rementería, molesto por las “decisiones centralistas”, retiró su postulación, para luego reconsiderarla tras una intensa operación política de la directiva para contener la crisis.
El evento fue observado desde prismas radicalmente distintos, generando una disonancia que invita a la reflexión:
Este conflicto no surgió en el vacío. La prohibición de que los parlamentarios celebren contratos con el Estado es una norma con una larga data en el constitucionalismo chileno, que se remonta a la Constitución de 1925 y que busca proteger la fe pública. Su aplicación en este caso, sin embargo, se entrelaza con dos elementos estructurales de la política chilena: el peso simbólico del apellido Allende y la cultura de facciones dentro de los partidos.
Para la oposición, llevar al banquillo a una Allende era una forma de demostrar que la ley se aplica sin distinciones. Para el oficialismo, era un ataque a un símbolo de la izquierda. A su vez, la crisis de sucesión en el PS es un reflejo de su histórica fragmentación en “lotes”, grupos de poder que negocian cuotas y cargos, y cuya lógica se impuso por sobre la cohesión y el respeto a una figura histórica del partido.
Hoy, Tomás de Rementería ya ha jurado como senador por la Región de Valparaíso, cerrando formalmente la vacancia. En su primer discurso, reconoció la “situación muy injusta” vivida por su antecesora, en un intento por suturar las heridas. Sin embargo, la calma es precaria. La relación de Isabel Allende con la directiva de su partido ha quedado resentida. La autoridad de Paulina Vodanovic ha sido cuestionada internamente. Y en el horizonte, se vislumbran nuevas tensiones, como una posible competencia electoral en la misma circunscripción entre el nuevo senador De Rementería y su pareja, la diputada comunista Karol Cariola.
El trono senatorial que dejó Isabel Allende ya no está vacante, pero el terremoto político que provocó su caída ha redibujado el mapa de poder en el socialismo chileno, dejando un legado de lecciones sobre probidad, pero también una estela de desconfianzas y fracturas que tardarán en sanar.