Lo que le sucedió a Khabane Lame, el influencer conocido globalmente como Khaby, a principios de junio de 2025, podría descartarse como una anécdota burocrática en la vida de una celebridad. Detenido en Las Vegas por exceder el tiempo de su visa de turista y optar por una "salida voluntaria" —un eufemismo para la autodeportación—, el incidente es, en realidad, una señal potente y premonitoria. Lame, un ciudadano ítalo-senegalés cuya fama se cimentó en el silencio y el gesto universal, se convirtió involuntariamente en el protagonista de una narrativa donde la lógica del Estado-nación se impone con fuerza sobre la fluidez del mundo digital. Su caso marca un punto de inflexión: la colisión entre el pasaporte digital de la fama global y el pasaporte de papel que dictamina la pertenencia y el derecho al tránsito.
Este evento no ocurre en el vacío. Se enmarca en un contexto de endurecimiento deliberado de las políticas migratorias en Estados Unidos bajo una nueva administración Trump, que incluye desde prohibiciones de viaje a una docena de países hasta incentivos económicos para la "autodeportación". La detención de Lame no fue un acto aleatorio; fue una demostración de poder simbólico. Si la figura más inofensiva y universalmente querida de internet puede ser declarada "inmigrante ilegal" por una falta administrativa, el mensaje es claro: nadie está por encima de la frontera. Se desvanece así la ilusión de que la fama o la influencia digital otorgan una forma de ciudadanía global exenta de las fricciones geopolíticas.
A mediano plazo, es probable que veamos el surgimiento del "influencer" como un paria político potencial. La visibilidad que antes era un activo de marca se convierte en una vulnerabilidad. Figuras con millones de seguidores de múltiples nacionalidades se transforman en objetivos de alto valor para la aplicación simbólica de la ley. Un gobierno puede utilizar su detención para proyectar una imagen de firmeza interna, como parece ser el caso, o para enviar un mensaje diplomático a su país de origen.
Esta dinámica abre la puerta a un escenario de instrumentalización. ¿Podrían los creadores de contenido convertirse en peones en disputas internacionales, de forma similar a como lo fueron artistas y deportistas durante la Guerra Fría? Es plausible imaginar a naciones utilizando el estatus migratorio de influencers extranjeros como moneda de cambio o como herramienta de presión. En contrapartida, los propios influencers se verán obligados a realizar un cálculo geopolítico antes de viajar, producir contenido o firmar contratos, evaluando la estabilidad de las relaciones diplomáticas entre su país y su destino. El silencio, el lenguaje universal de Khaby Lame, se revela insuficiente para navegar un mundo donde toda acción pública es susceptible de ser interpretada políticamente.
La consecuencia directa de este nuevo mapa de riesgos es la posible fragmentación o "balkanización" del ecosistema digital. Si los espacios físicos se vuelven hostiles, los creadores podrían optar por limitar su alcance a esferas de influencia política y culturalmente seguras. Un influencer europeo podría dudar en construir una audiencia masiva en EE.UU. si ello implica un escrutinio migratorio que ponga en riesgo su carrera. Podríamos ver el auge de ecosistemas de contenido más regionalizados, donde la universalidad es sacrificada en favor de la seguridad.
Este fenómeno fuerza el fin del silencio como refugio. La neutralidad apolítica, que fue la fórmula del éxito para Lame, se vuelve insostenible. En un futuro cercano, los creadores de contenido podrían enfrentarse a una disyuntiva: o adoptan una postura política explícita para granjearse la protección de un bloque o gobierno, o su intento de neutralidad será visto con sospecha por todos los bandos. La presión no vendrá solo de los Estados, sino también de las audiencias, que exigirán cada vez más una definición ideológica clara. El "pasaporte digital" del futuro podría requerir no solo seguidores, sino también lealtades declaradas.
Estamos asistiendo a la reafirmación de la soberanía del Estado sobre la aparente soberanía del meme. La capacidad de un contenido para trascender fronteras virales no garantiza la capacidad de su creador para hacer lo mismo. Las tendencias dominantes sugieren un futuro donde la identidad digital estará cada vez más anclada y condicionada por la identidad nacional y el contexto geopolítico.
El riesgo mayor es una autocensura preventiva que empobrezca el debate y la creatividad global. La oportunidad latente, sin embargo, reside en el desarrollo de una nueva conciencia crítica tanto en creadores como en consumidores. Entender que cada plataforma es un territorio con sus propias reglas y soberanías invisibles será una habilidad de supervivencia fundamental. El caso de Khaby Lame no es el fin de la historia del ciudadano global, sino el prólogo de un capítulo mucho más complejo, donde la mueca que nos hacía reír a todos se convierte en un recordatorio de que, en la era de la sospecha, ningún silencio es verdaderamente apolítico.