Nació como una solución temporal y se convirtió en un emblema. Cuando en 2017 la calle Bandera se cerró al tránsito vehicular para facilitar la construcción de la Línea 3 del Metro, pocos imaginaron que su transformación en un paseo peatonal multicolor se convertiría en uno de los proyectos de recuperación de espacio público más celebrados de Santiago. El llamado "urbanismo táctico" —intervenciones de bajo costo y alto impacto— parecía haber triunfado, regalando a la ciudad un corredor vibrante, artístico y comercial que priorizaba a las personas sobre los automóviles. Sin embargo, a más de dos meses de que el debate sobre su futuro se reavivara, el Paseo Bandera ya no es solo un ícono; es el epicentro de una profunda discusión sobre la identidad, la gestión y el futuro del corazón de la capital.
El optimismo inicial ha dado paso a una realidad cruda. Hoy, el paseo, especialmente en su tramo bajo nivel, es descrito por académicos y ciudadanos como un lugar "oscuro, hediondo, triste y ocupado por rucos y traficantes". La pintura que alguna vez fue un imán para las fotografías de Instagram ahora luce gastada, como un recordatorio de que el color no fue suficiente para contener problemas más profundos. Este deterioro no es un hecho aislado, sino el reflejo de una crisis mayor de seguridad y abandono que afecta al centro de Santiago, un contexto donde la ciudadanía percibe un aumento de la delincuencia y una menor presencia del Estado. Es en este escenario de descontento donde la pregunta sobre el destino de Bandera cobra una urgencia renovada: ¿se debe insistir en el sueño de un paseo peatonal o es hora de admitir que el experimento, sin un soporte robusto, ha fracasado?
Para un sector del mundo académico y del urbanismo, revertir la peatonalización sería un retroceso inaceptable. Rodrigo Fernández, profesor de la Universidad de los Andes, argumenta que el Paseo Bandera es coherente con las políticas de movilidad sustentable que promueven las ciudades modernas. Sostiene que la calle no tiene un rol vial estructurante y que su cierre no generó una congestión significativa, ya que existen arterias paralelas que absorben el flujo vehicular.
Desde esta óptica, los problemas actuales no son consecuencia de la peatonalización, sino de la falta de presencia institucional, fiscalización y mantención. La consigna es clara: "La inseguridad no se combate con vehículos; se enfrenta con limpieza, iluminación, cultura, comercio activo y respeto al espacio común". Permitir el ingreso de buses, advierten, sería la puerta de entrada para una presión inevitable por autorizar taxis y autos particulares, desmantelando por completo un espacio que la ciudadanía ya había hecho suyo. Revertirlo, concluyen, dañaría la confianza en la planificación urbana.
En la vereda opuesta, otras voces académicas plantean que la intervención fue, desde su origen, un gesto más performático que estructural. Gonzalo Schmeisser, académico de Arquitectura de la UDP, califica el proyecto como un "maquillaje que solo cubre las arrugas", una acción voluntarista que nunca tuvo la capacidad de resolver los problemas de fondo. Compara la situación con el "Destino Manifiesto", una idea que se impone por la fuerza de su relato más que por su viabilidad.
Esta visión es compartida por Uwe Rohwedder, decano de la Universidad Central, quien considera "viable y con cierta lógica el devolver el espacio a la locomoción colectiva". Argumenta que si un espacio no puede sostenerse y la seguridad debe priorizarse en otros lugares, es pragmático devolverle su función original de conectividad. Para esta corriente, la presencia del transporte público no es una derrota, sino una herramienta de revitalización. Un paradero, explican, es un "lugar habitado de forma correcta y sana para la ciudad", que atrae un flujo constante de personas y actúa como un catalizador de dinámicas urbanas más seguras. La solución, proponen, no es insistir en un modelo que ha demostrado ser frágil, sino integrarlo a una planificación mayor, como el proyecto Eje Alameda-Providencia.
El debate sobre el Paseo Bandera ha trascendido sus límites físicos para convertirse en una metáfora sobre el tipo de ciudad que Santiago quiere y puede ser. La tensión no es simplemente entre peatones y vehículos, sino entre dos filosofías de intervención urbana: una que apuesta por la creación de espacios públicos de alta calidad como motor de cambio social, y otra que exige soluciones pragmáticas y sostenibles, adaptadas a las limitaciones de recursos y a la complejidad de los problemas sociales.
El futuro de esta emblemática calle sigue en suspenso. La decisión que se tome no solo definirá el paisaje de unas cuantas cuadras del centro, sino que sentará un precedente sobre cómo la capital chilena enfrentará sus desafíos urbanos. Será una declaración sobre si se opta por defender a toda costa la ciudad soñada o por gestionar, con las herramientas disponibles, la ciudad real.