A finales de abril de 2025, tras el hipotético fallecimiento del Papa Francisco, una serie de eventos aparentemente inconexos comenzaron a trazar una tendencia inquietante. Primero, el respaldo del presidente estadounidense Donald Trump al cardenal neoyorquino Timothy Dolan como su candidato para el cónclave. Luego, una broma lanzada a la prensa: “Me gustaría ser Papa; esa sería mi primera opción”. Finalmente, la culminación visual: una imagen manipulada de sí mismo ataviado con las vestiduras papales, difundida en sus redes sociales. Lo que pudo ser desestimado como una excentricidad más de un líder conocido por su histrionismo, hoy, con la distancia de los meses, se revela como una señal profunda de una transformación en la naturaleza del poder político. Este fenómeno no trata sobre la ambición teológica de un mandatario, sino sobre la erosión deliberada de las fronteras entre lo estatal, lo sagrado y el espectáculo, sentando las bases para lo que podríamos denominar "soberanías carismáticas".
El episodio papal no fue un hecho aislado. Se inscribe en un patrón más amplio observado durante los primeros meses del segundo mandato de Trump: un culto a la personalidad televisado desde su gabinete, la celebración de un masivo desfile militar que fusionó el aniversario del Ejército con su propio cumpleaños, y una retórica que posiciona al líder no como un administrador temporal del Estado, sino como su encarnación y salvador. Estamos presenciando la consolidación del Estado como Espectáculo, una arena donde la legitimidad ya no se construye sobre la base de programas de gobierno o debates racionales, sino a través de la producción de rituales de poder y narrativas mesiánicas que exigen adhesión emocional, no deliberación cívica.
La trayectoria de esta tendencia abre, al menos, tres escenarios probables a mediano y largo plazo, cuyos contornos dependerán de puntos de inflexión críticos, como la respuesta de las instituciones y la reacción de la ciudadanía.
1. El Estado Teatral Consolidado: En este escenario, la fusión entre el carisma del líder y el poder del Estado se normaliza. La política se convierte en una liturgia permanente, donde los actos de gobierno son performances diseñadas para reforzar el mito del líder. Las campañas electorales futuras se asemejarían más a cruzadas religiosas que a contiendas programáticas. La tecnología, especialmente la inteligencia artificial y las plataformas de redes sociales, se convierte en la principal herramienta para la creación y difusión de esta mitología digital, generando realidades alternativas para segmentos de la población que viven en ecosistemas informativos cerrados. El ciudadano muta en feligrés o hereje, y el disenso no es visto como una opinión legítima, sino como una blasfemia. El mayor riesgo aquí es la desinstitucionalización total, donde la lealtad al líder suplanta la lealtad a la Constitución y a las leyes.
2. El Contragolpe de las Soberanías Tradicionales: Una posibilidad alternativa es una fuerte reacción de los poderes fácticos e institucionales que ven su propia soberanía simbólica amenazada. Instituciones como el Vaticano, que históricamente ha navegado con cautela las injerencias del poder temporal, podrían verse forzadas a trazar una línea roja, denunciando la apropiación de sus símbolos como una profanación. De manera similar, sectores del estamento militar, el poder judicial o la alta burocracia —la llamada "institucionalidad profunda"— podrían resistirse a ser meros actores en el teatro del líder. Esto podría desencadenar una crisis constitucional de gran escala, una batalla abierta entre la soberanía carismática y la soberanía legal-racional que ha definido al Estado moderno. El punto de inflexión sería el momento en que una de estas instituciones se niegue públicamente a cumplir una orden que considere una extralimitación performática del poder.
3. La Fragmentación en Fiefdoms Simbólicos: Un tercer escenario, quizás el más complejo, no implica una victoria total de ninguna de las partes, sino una fragmentación del espacio público. El poder del líder carismático no logra capturar todo el Estado, pero sí consolida un "fiefdom" o "enclave" de lealtad absoluta dentro de él. La sociedad se polariza en tribus que habitan universos simbólicos distintos y a menudo incompatibles, cada una con sus propios "papas", "reyes" o "profetas" mediáticos y políticos. El análisis de la serie Yellowstone como un espejo del universo trumpista es elocuente: un clan que opera con sus propias leyes, captura las instituciones locales y defiende su legado a cualquier costo, en abierta desconfianza hacia el poder federal. En este futuro, la cohesión nacional se vuelve extremadamente frágil, sostenida apenas por una estructura administrativa compartida, mientras la verdadera vida política se libra en una guerra cultural y simbólica de baja intensidad pero permanente.
La imagen de un presidente estadounidense disfrazado de Papa es más que un meme; es una declaración de intenciones sobre la naturaleza del poder en el siglo XXI. Demuestra la comprensión de que el control sobre los símbolos, los mitos y los rituales puede llegar a ser más influyente que el control sobre las políticas públicas. Las perspectivas de los actores son claras: para el líder y sus seguidores, es la recuperación de una grandeza perdida a través de una conexión directa y casi mística. Para sus oponentes y los defensores de la democracia liberal, es el camino hacia el autoritarismo y el fin de una realidad compartida basada en hechos.
Históricamente, el poder ha recurrido a la pompa y al ritual, desde los césares romanos hasta las monarquías absolutas. La novedad radica en la velocidad, el alcance y la naturaleza interactiva del ecosistema digital, que permite construir y deconstruir estas soberanías carismáticas a una escala sin precedentes. La pregunta que queda abierta no es si los líderes seguirán utilizando el espectáculo para gobernar, sino qué capacidad tendrán las sociedades y sus instituciones para discernir entre el liderazgo que sirve al Estado y aquel que busca que el Estado le sirva de escenario.