La muerte de un trabajador en los preparativos del reality "Mundos Opuestos" no es solo una noticia trágica; es una señal profunda sobre la naturaleza del entretenimiento en la era de la exposición total. Ocurrida a principios de mayo de 2025, la muerte de Miguel Ángel Fernández Lizonde por una descarga eléctrica fue seguida por un comunicado de condolencias y, casi de inmediato, por el anuncio de nuevos fichajes y la promoción de romances internos. Este rápido giro narrativo, desde el luto a la farándula, expone una verdad incómoda: en la economía de la atención, el duelo tiene una vida útil muy corta. El incidente se convierte así en un caso de estudio sobre un modelo mediático que, para sobrevivir, debe metabolizar sus propias crisis y convertirlas en el siguiente capítulo del show.
La pregunta que emerge no es si el programa debió continuar, sino qué significa que lo hiciera de esta forma. La cobertura posterior, centrada en los sueldos de hasta 10 millones de pesos semanales y en relaciones amorosas pre-anunciadas, sugiere que el formato ya no opera bajo la premisa de la "realidad", sino como una factoría de contenidos guionizados con contratos preestablecidos. Este modelo, si bien exitoso comercialmente, plantea un dilema ético fundamental que podría definir el futuro del género.
El futuro más probable es aquel donde el imperativo comercial se impone sin contrapesos. En este escenario, la tragedia de "Mundos Opuestos" se convierte en un pie de página, un costo de producción rápidamente olvidado por una audiencia entrenada para consumir el siguiente estímulo. La industria, validada por los ratings y los ingresos publicitarios, concluye que la estrategia de "seguir adelante" es la correcta. La memoria colectiva es corta y la demanda de escapismo, infinita.
Los factores que alimentan este futuro son poderosos: la precariedad laboral de los participantes que aceptan las condiciones a cambio de fama y dinero, la competencia feroz entre canales por formatos de alto impacto y una cultura mediática que premia el conflicto y el romance por sobre la reflexión. Si esta tendencia se consolida, veremos realities aún más extremos, donde los límites éticos se seguirán negociando a la baja, siempre y cuando el espectáculo siga siendo rentable. El riesgo aquí es la insensibilización total, donde ni la vida humana es un freno para el entretenimiento.
Un escenario alternativo sugiere que este incidente podría actuar como un catalizador para un cambio cultural. En un contexto de creciente sensibilidad hacia la salud mental y los derechos laborales, una porción significativa de la audiencia podría comenzar a exigir un "entretenimiento ético". Este público, más reflexivo y crítico, buscaría formatos que garanticen no solo la seguridad física de todos los involucrados —desde el trabajador de montaje hasta el participante estrella—, sino también su bienestar psicológico.
Bajo esta lógica, la transparencia se volvería un valor de marca. Canales y productoras podrían empezar a competir por ser los "más responsables", implementando códigos de conducta estrictos, ofreciendo apoyo psicológico post-show y renunciando a las narrativas de humillación como motor del conflicto. El punto de inflexión sería el éxito comercial de un reality que abrace esta filosofía, demostrando que la responsabilidad puede ser rentable. Esto no significaría el fin del reality, sino su evolución hacia un modelo más sostenible y humano, donde la dignidad no es negociable.
El futuro menos probable, pero no imposible, es la intervención regulatoria. Si la presión pública o las acciones legales de la familia de la víctima escalan, podrían forzar al poder legislativo a actuar. Esto podría traducirse en una "Ley de Telerrealidad" que establezca estándares mínimos de seguridad en las producciones, supervise las condiciones contractuales de los participantes para evitar cláusulas abusivas y ponga límites claros a lo que se puede mostrar en pantalla.
Históricamente, la industria mediática chilena ha sido reacia a la regulación estatal, prefiriendo la autorregulación. Sin embargo, un escándalo de proporciones, o la acumulación de incidentes como este, podría cambiar el panorama. Actores como los sindicatos del sector audiovisual y organizaciones de la sociedad civil podrían encontrar en esta tragedia el argumento definitivo para exigir un marco legal que proteja a los eslabones más débiles de la cadena de producción del entretenimiento. Este escenario transformaría radicalmente las reglas del juego, obligando a la industria a internalizar costos que hasta ahora ha externalizado.
La muerte en "Mundos Opuestos" nos deja en una encrucijada. El camino que tome la industria de la telerrealidad dependerá de una compleja interacción entre los intereses económicos de los productores, las decisiones de consumo de las audiencias y la capacidad de la sociedad para exigir responsabilidad. La indiferencia consolidará un modelo donde el espectáculo lo justifica todo. La reflexión crítica, en cambio, podría abrir la puerta a formas de entretenimiento que no requieran sacrificar la dignidad en el altar del rating. La pregunta final queda abierta: ¿qué tipo de realidad estamos dispuestos a consumir y, en última instancia, a construir?