A más de un mes del violento atentado que redujo a cenizas 50 máquinas en las faenas de la Central Hidroeléctrica Rucalhue, en la Región del Biobío, el eco de las llamas ha sido reemplazado por un tenso silencio. La investigación sigue su curso, el proyecto de US$350 millones está paralizado y las consecuencias del ataque resuenan aún en los pasillos de La Moneda, en las sedes gremiales y en las embajadas. Lo que ocurrió la madrugada del 21 de abril no fue solo un acto de violencia rural; fue un evento que puso a prueba la capacidad del Estado chileno para garantizar la seguridad de inversiones estratégicas y, a la vez, expuso las complejas y a menudo contradictorias capas de su modelo de desarrollo.
El proyecto Rucalhue, propiedad de la filial chilena de China International Water and Electric Corporation (CWE) —parte del gigante estatal China Three Gorges Corporation—, nunca tuvo un camino fácil. Desde su ingreso al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental en 2013 y su aprobación en 2016, ha enfrentado una persistente oposición de comunidades pehuenches y grupos ambientalistas, además de una serie de trabas administrativas que mantuvieron las obras en pausa durante años. La reactivación en agosto de 2024 parecía un nuevo comienzo, pero el ataque nocturno, perpetrado por un grupo de encapuchados que maniataron a los guardias, demostró que las tensiones subyacentes estaban lejos de resolverse.
La empresa, a través de su gerente legal, Diego Vio, declaró mantener la "confianza y la convicción" en la viabilidad del proyecto, pero admitió que el acto "remece un poco la confianza y debería llamar a la reflexión a todos de cómo se están haciendo las cosas en Chile". Con US$43 millones ya invertidos, el futuro de la central quedó en una incierta nebulosa.
La reacción del Estado fue inmediata y contundente, escalando en varios frentes. El Gobierno anunció la presentación de una querella por Ley Antiterrorista, un gesto político que buscaba enmarcar el hecho como una amenaza a la seguridad nacional y no como un mero acto delictual.
Sin embargo, la dimensión más crítica fue la diplomática. La Embajada de China en Chile condenó enérgicamente el ataque y exigió al Gobierno "una investigación exhaustiva y la implementación de medidas efectivas y concretas para garantizar la seguridad". Esta presión del principal socio comercial de Chile activó una operación de control de daños. El Ministro de Seguridad Pública, Luis Cordero, viajó a la zona del atentado acompañado por el propio embajador chino, Niu Qingbao, en una visita de alto simbolismo. El mensaje de Cordero fue claro: transmitir "tranquilidad a los inversionistas de que el Estado de Chile tiene que hacerse cargo".
La preocupación se extendió al mundo empresarial. Gremios como Frutas de Chile respaldaron la postura china, advirtiendo que el atentado "pone en entredicho la seguridad y nuestra imagen como destino de inversiones extranjeras". La crisis de Rucalhue trascendía así los límites de Quilaco y Santa Bárbara para convertirse en una cuestión de reputación país.
Con el paso de los días, el análisis del atentado reveló un nudo de intereses y visiones contrapuestas que definen el Chile actual:
El caso Rucalhue sigue abierto. La investigación penal avanza con sigilo, mientras la empresa evalúa las condiciones para una eventual reanudación. Más allá del resultado judicial, el atentado ha dejado sobre la mesa preguntas fundamentales que Chile debe abordar. La discusión ya no es solo sobre si el Estado puede o no garantizar la seguridad de una faena, sino sobre qué tipo de inversión se busca atraer y cómo esta dialoga con los territorios que la reciben.
El desafío para el país es mayúsculo: encontrar un equilibrio entre la certeza jurídica que exigen los capitales internacionales y la legitimidad social que demandan las comunidades locales. Rucalhue es hoy el doloroso símbolo de una soberanía puesta a prueba, no solo por la violencia interna, sino por las complejas fuerzas de un mundo globalizado que se disputan en los ríos y valles del sur de Chile.