Dos meses después de que las aguas del río Guadalupe, en Texas, crecieran ocho metros en menos de una hora, el lodo se ha secado, pero la marca de la tragedia permanece. Lo que comenzó como una noticia sobre una inundación repentina durante el feriado del 4 de julio, se ha decantado en una compleja crónica sobre la vulnerabilidad sistémica, la desigualdad social y la responsabilidad política en la era de la crisis climática. Con un saldo final de casi un centenar de muertos, incluyendo 27 niñas y monitoras de un campamento de verano, la pregunta que resuena en las comunidades afectadas ya no es qué pasó, sino por qué se permitió que pasara.
La madrugada del 4 de julio, una tormenta de una intensidad subestimada por los pronósticos iniciales descargó lluvias torrenciales sobre el centro de Texas. El río Guadalupe, un eje vital para la región, se transformó en un torrente destructivo. El Camp Mystic, un histórico campamento cristiano para niñas fundado en 1926, fue uno de los primeros en ser engullidos. Mientras monitoras como las jóvenes mexicanas Silvana Garza y María Paula Zárate actuaban con heroísmo, escribiendo nombres en los brazos de las niñas para una posible identificación y logrando salvar a veinte de ellas, la catástrofe ya estaba en marcha.
Los testimonios de los sobrevivientes pintan un cuadro de terror y confusión. "Estábamos muy, muy aterrorizadas, pero no por nosotras, sino por quienes estaban al otro lado", relató Stella Thompson, una campista de 13 años. En las riberas del río, residentes de casas móviles y vehículos recreacionales, como Lorena Guillén, observaban impotentes cómo familias enteras eran arrastradas por la corriente. "¡Arrójame uno de tus hijos!", gritó un vecino a un padre que se aferraba a un árbol con su familia, antes de que la fuerza del agua los venciera a todos. Estas historias no solo hablan de pérdida, sino que desnudan una realidad incómoda: el agua, aunque no discrimina, encontró un camino más fácil a través de las vidas de los más expuestos.
La respuesta oficial no tardó en llegar, pero sus enfoques revelaron una profunda disonancia. El entonces presidente Donald Trump declaró el área como zona de "gran desastre", liberando fondos federales. Por su parte, el gobernador de Texas, Greg Abbott, declaró un "Día de Oración", afirmando que "rezar funciona" y que era la palabra más repetida durante la crisis. Estas declaraciones contrastaron fuertemente con las críticas que emergieron días después.
Funcionarios locales, como el juez del condado de Kerr, Rob Kelly, admitieron la cruda realidad: "No sabíamos que esta inundación venía. No tenemos un sistema de alerta". Cuando se le preguntó por qué no se había implementado uno tras una inundación similar en 2017, la respuesta fue lapidaria: "Los contribuyentes no lo pagarán".
Esta perspectiva local se conectó con una crítica a nivel federal. El líder demócrata del Senado, Chuck Schumer, solicitó una investigación formal sobre las vacantes en el Servicio Meteorológico Nacional (NWS). Se reveló que las oficinas responsables de la zona afectada carecían de personal clave, como un hidrólogo senior y un meteorólogo coordinador de alertas, en parte debido a jubilaciones anticipadas incentivadas por la administración Trump para reducir el personal federal, en línea con la hoja de ruta del "Proyecto 2025". La tragedia, entonces, dejó de ser un simple acto de la naturaleza para convertirse en el posible resultado de una política de desinversión en ciencia y prevención.
El desastre de Texas no fue un evento aislado. La inundación de 2017 ya había puesto sobre la mesa la necesidad de instalar sirenas y medidores de nivel de agua a lo largo del río Guadalupe. Se debatió, pero se hizo poco. El sistema de alerta dependía de una cadena de llamadas telefónicas entre campamentos, un método arcaico e ineficaz ante la velocidad de la crecida.
La catástrofe de 2025 demostró el costo humano de esa inacción. La tormenta expuso una fractura social donde las comunidades con menos recursos, a menudo viviendo en zonas de mayor riesgo como las llanuras inundables del río, carecían de la infraestructura y los sistemas de alerta que podrían haber salvado vidas. La imagen de Jef Haflin, un residente de 70 años, sentado junto a las pocas pertenencias que rescató de su casa rodante, es un símbolo de esta desigualdad.
Hoy, la fase de búsqueda y rescate ha terminado. Comienza la lenta reconstrucción de vidas y propiedades, pero, más importante aún, ha comenzado un debate nacional. La investigación solicitada por el Senado sobre el NWS sigue en curso y promete arrojar luz sobre cómo las decisiones políticas en Washington pueden tener consecuencias mortales a miles de kilómetros de distancia.
Las inundaciones de Texas se han convertido en un caso de estudio sobre la intersección letal entre el cambio climático, la austeridad fiscal y la desigualdad social. La lección que dejó el agua es clara y contundente: la prevención no es un gasto, es una inversión. Y en un mundo con un clima cada vez más impredecible, ignorar la ciencia y abandonar a los más vulnerables no es una opción, es una sentencia.