A más de un mes de su aprobación en el Congreso, la Ley Marco de Autorizaciones Sectoriales, presentada por el gobierno de Gabriel Boric como la herramienta clave para desmantelar la tristemente célebre “permisología” chilena, se encuentra en un estado de parálisis. Lejos de celebrar un triunfo legislativo que prometía reactivar la inversión, el Ejecutivo se vio envuelto en una paradoja política: la solución se convirtió en el problema. La ley, diseñada para dar certezas, hoy es una fuente de incertidumbre, no por sus méritos técnicos, sino por una crisis interna que ha expuesto las profundas fisuras de la coalición gobernante.
El camino de la ley nunca fue sencillo. Ya en junio, el propio Ejecutivo había intentado vetar artículos de un proyecto proinversión misceláneo, relativos a normativas sobre humedales y aguas, en un intento por calmar a su flanco más ecologista. La Comisión de Hacienda de la Cámara rechazó el veto, en una señal temprana de las tensiones que se avecinaban.
Sin embargo, el punto de quiebre llegó a principios de julio. Tras un arduo trámite, el Congreso despachó la ley de permisos. El gobierno la celebró como un hito. Pero la celebración duró poco. En un movimiento sin precedentes, 42 diputados, la mayoría pertenecientes a los partidos del oficialismo (Frente Amplio y Partido Comunista), presentaron un requerimiento ante el Tribunal Constitucional (TC) para impugnar cinco de sus artículos, argumentando vicios de constitucionalidad y una supuesta regresión en materia ambiental.
El acto fue calificado por la oposición como un “ejercicio de esquizofrenia legislativa” y un sabotaje en toda regla. Desde Chile Vamos, los jefes de bancada como Miguel Mellado (RN) y Henry Leal (UDI) no tardaron en capitalizar la crisis, cuestionando el liderazgo del Presidente Boric y la gobernabilidad del país. “Llamamos al Presidente Boric a cerrar la puerta y dar un paso al costado, porque ni su bancada lo respeta”, sentenció Mellado, apuntando al daño que la señal de incertidumbre provocaba en la economía.
El gobierno, por su parte, intentó bajar el perfil al conflicto. El Ministerio del Interior defendió la constitucionalidad del proyecto y enmarcó la acción de los diputados como un ejercicio legítimo de sus facultades. No obstante, la imagen de un gobierno torpedeado por sus propias filas ya estaba instalada, dejando en evidencia una fractura que parece insalvable.
El requerimiento al TC no es solo una anécdota política; es el síntoma de una tensión estructural dentro de la coalición gobernante. Por un lado, el ala económica del gobierno, liderada por el Ministerio de Hacienda, impulsó la reforma como parte del “Pacto Fiscal”, entendiendo que sin agilizar la inversión, las metas de crecimiento y recaudación son inalcanzables.
Por otro, un sector significativo del oficialismo, más cercano a movimientos ambientalistas y con una base electoral crítica del modelo de desarrollo, ve con desconfianza cualquier medida que pueda interpretarse como una flexibilización de las normas de protección. Para ellos, la “permisología” no es solo burocracia, sino un conjunto de salvaguardas necesarias. La impugnación al TC fue la manifestación más clara de que este sector no estaba dispuesto a ceder en sus convicciones, incluso a costa de generar una crisis en su propio gobierno.
Editoriales y analistas han calificado la movida como una muestra de que “las lógicas electoralistas están permeando el proceso legislativo”, privilegiando visiones de corto plazo y gestos a nichos de votantes por sobre un objetivo de interés nacional como la reactivación económica.
Más allá de la contienda política, existe un amplio consenso técnico en que la ley, aunque valiosa, es insuficiente. Expertos como Eduardo Bitran, académico de la UAI, y centros de estudio como Clapes UC, han señalado que la reforma es un paso en la dirección correcta al alinear a Chile con las mejores prácticas de la OCDE en materia de plazos, digitalización y ventanilla única.
Sin embargo, su principal debilidad es que deja fuera el corazón del problema: el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA) y los permisos del Consejo de Monumentos Nacionales (CMN). Son precisamente estas instancias las que concentran las mayores demoras, costos e incertidumbre para los proyectos de gran envergadura. El caso del proyecto minero Dominga, que lleva más de una década entrampado en un laberinto judicial y administrativo, es el ejemplo paradigmático de que el problema es mucho más profundo que los permisos sectoriales que la nueva ley aborda.
Estudios del Centro de Estudios Públicos (CEP) estiman que el costo de la burocracia regulatoria en Chile alcanza el 7,3% del PIB, un “impuesto implícito” que frena el crecimiento potencial del país. La reforma aprobada, por tanto, era vista como un primer paso necesario, pero no como la cura definitiva. La ironía es que incluso este avance parcial ha sido puesto en jaque por la política.
Con la ley en manos del Tribunal Constitucional, el debate sobre la permisología ha mutado. Ya no se trata de una discusión técnica sobre eficiencia estatal, sino de una pregunta fundamental sobre la capacidad del sistema político chileno para construir acuerdos básicos. La paradoja ha dejado al descubierto un gobierno con serios problemas de cohesión interna y ha enviado una señal contradictoria a los inversionistas que esperaba atraer.
El desenlace en el TC definirá el futuro de la ley, pero el daño político ya está hecho. La pregunta que queda en el aire es si el gobierno podrá superar sus divisiones internas para gobernar en su recta final o si la pugna entre sus dos almas terminará por paralizar las reformas pendientes, dejando al país en el mismo laberinto que intentaba resolver.