A mediados de abril, la noticia del fallecimiento de Mario Vargas Llosa a los 89 años recorrió el mundo. Sin embargo, por expreso deseo del escritor, no hubo funerales de Estado ni ceremonias públicas. El último gigante del Boom Latinoamericano se despidió en la intimidad familiar, en su Lima natal. Ahora, pasados más de sesenta días, el estruendo de los obituarios inmediatos ha dado paso a un silencio reflexivo, un tiempo de maduración necesario para analizar una de las figuras más complejas e influyentes del siglo XX hispanoamericano. Su muerte no cerró un capítulo; lo reabrió, permitiendo que las múltiples facetas de su legado —el novelista genial, el polemista incansable, el político liberal y el personaje público a veces desconcertante— decanten y dialoguen con mayor profundidad.
La trayectoria de Vargas Llosa es la crónica de una metamorfosis ideológica que recorre la historia reciente de América Latina. Surgido como una de las voces centrales del Boom, un fenómeno literario con fuertes connotaciones de izquierda, su obra inicial como _La ciudad y los perros_ (1963) fue leída como una crítica a las rígidas estructuras sociales y militares. Sin embargo, el 'Caso Padilla' en 1971 marcó su ruptura definitiva con la Revolución Cubana y el inicio de un largo viaje hacia el liberalismo, influenciado por pensadores como Isaiah Berlin y Karl Popper.
Este viraje culminó en su candidatura presidencial en Perú en 1990, una derrota frente a Alberto Fujimori que, paradójicamente, lo consolidó como un actor político global. Desde entonces, se erigió como un defensor acérrimo de la democracia y la economía de mercado, pero también como una figura incómoda para tirios y troyanos. Sus novelas, como _Conversación en La Catedral_ o _La Fiesta del Chivo_, continuaron desnudando con una maestría técnica inigualable los mecanismos del autoritarismo, la corrupción y el fanatismo. No obstante, sus intervenciones políticas en la vida real generaron una tensión permanente entre su obra y sus actos.
El análisis de su figura, a semanas de su partida, revela al menos tres lecturas que coexisten en tensión:
Vargas Llosa perteneció a una estirpe de intelectuales casi extinta: el escritor total, cuya voz no solo era relevante en el campo literario, sino que intervenía con peso en la arena política, aspirando a transformar la realidad. Su vida y obra son un testimonio de las convulsiones ideológicas de América Latina, desde la utopía revolucionaria de los 60 hasta el desencanto y la compleja consolidación democrática de fines de siglo. Su cosmopolitismo, forjado en ciudades como París, Madrid, Londres y su amada/odiada Lima, le dio una perspectiva única, pero también lo distanció de las realidades locales que a veces juzgaba con dureza.
El debate sobre Mario Vargas Llosa está lejos de concluir. Su muerte ha catalizado la discusión sobre la naturaleza del intelectual público en el siglo XXI. ¿Es posible separar la obra del autor? ¿Debe un escritor ser coherente en su vida y en su arte? Las respuestas varían según la trinchera ideológica y la experiencia personal de cada lector. Lo que parece indiscutible es que su legado literario, esa "verdad de las mentiras" que defendió en su discurso del Nobel, ha alcanzado una dimensión que trasciende sus polémicas coyunturales. Mientras las disputas políticas se desvanecen con el tiempo, las páginas de sus novelas seguirán interpelando a futuras generaciones sobre el poder, la libertad y la trágica y fascinante condición humana en América Latina. El debate sobre el hombre continúa; el escritor ya es eterno.