El cierre definitivo de las 51 tiendas Corona, tras 50 años de historia, es mucho más que la crónica de una quiebra empresarial. Es una señal potente que emerge desde el corazón del paisaje urbano y económico de Chile. Las imágenes de multitudes agolpándose por un "remate final" y, días después, las cortinas metálicas bajadas permanentemente, no son el fin de la historia, sino el prólogo de varias transformaciones profundas que ya están en marcha. La caída de este actor tradicional del retail, incapaz de asegurar el financiamiento para su supervivencia mientras el comercio electrónico proyecta ventas por más de 500 millones de dólares en un solo evento Cyber, marca el fin de un ciclo. Analizar este ocaso nos permite proyectar los contornos de los futuros del consumo, el trabajo y la fisonomía de nuestras ciudades.
El legado más visible de la quiebra de Corona es una red de fósiles comerciales: miles de metros cuadrados en ubicaciones céntricas y de alto flujo, desde Iquique hasta Punta Arenas, que han quedado vacíos. Estos locales, muchos de ellos propiedad de los mismos ex-dueños de la multitienda a través de sociedades inmobiliarias, representan un capital urbano latente cuyo destino definirá el carácter de los centros urbanos en la próxima década.
Un futuro probable es el de la decadencia y el abandono. Si estos locales permanecen desocupados por un tiempo prolongado, podrían acelerar la degradación de los centros urbanos, especialmente en ciudades intermedias, generando una percepción de inseguridad y estancamiento económico que ahuyenta nuevas inversiones. Serían los esqueletos de una economía que fue, monumentos a la inercia.
Una posibilidad alternativa es la transformación y reconversión funcional. Estos espacios son demasiado valiosos para ser abandonados indefinidamente. Su futuro podría seguir varias trayectorias:
El factor de incertidumbre clave será la pugna entre la lógica puramente económica, que favorece la rápida conversión logística, y una visión de desarrollo urbano que priorice la diversidad de usos y la vitalidad del espacio público.
Los cerca de 1.800 trabajadores despedidos por Corona no son una estadística más de desempleo. Representan el fin de un arquetipo laboral: el vendedor de tienda, el reponedor, el cajero; roles que ofrecían una cierta estabilidad y formalidad. Su futuro es un microcosmos de los desafíos que enfrentará una porción significativa de la fuerza laboral chilena.
El escenario más pesimista es una deriva hacia la precariedad. Sin una reconversión de habilidades, una parte importante de estos ex-trabajadores podría transitar hacia la economía de plataformas (repartidores, conductores) o el comercio informal. Esto implicaría una pérdida de seguridad social, inestabilidad de ingresos y una mayor vulnerabilidad económica, profundizando las brechas sociales.
Un futuro más optimista, aunque exigente, es el de la transición gestionada. Esto requeriría una acción coordinada entre el sector público y el privado. Si se entiende que la logística y el comercio digital son los sectores en expansión, se podrían diseñar programas de re-entrenamiento masivos y específicos: capacitación en gestión de bodegas inteligentes, marketing digital, atención al cliente online y análisis de datos para e-commerce. Los mismos esqueletos de los malls podrían albergar centros de formación para los nuevos roles que demanda la economía digital. La decisión crítica es si el Estado asumirá un rol activo en la gestión de esta transición laboral o si la dejará enteramente a las fuerzas del mercado.
La desaparición de una marca con 50 años de historia, valorizada en más de 12 mil millones de pesos antes de su colapso, también revela una profunda transformación cultural. El consumo en Chile se está desacoplando de las marcas nacionales que actuaban como anclas de identidad y referentes sociales. El ascenso de actores como Shein, que activan salidas a la bolsa con valoraciones de miles de millones de dólares, representa el triunfo del modelo de consumo algorítmico: global, híper-rápido, personalizado por datos y desvinculado de cualquier territorio o experiencia física comunitaria.
Esta dinámica podría llevar a una homogeneización del consumo, donde las tendencias son dictadas por plataformas globales, debilitando aún más a los productores y diseñadores locales. El mall, como espacio de socialización y rito de fin de semana, pierde su centralidad, siendo reemplazado por la experiencia solitaria del scroll infinito en una aplicación.
Sin embargo, podría emerger una contratendencia. La disonancia cognitiva generada por la insostenibilidad del fast fashion y la despersonalización del consumo digital podría alimentar un renacimiento del comercio local y de nicho. Un segmento de consumidores, cada vez más consciente, podría empezar a valorar la trazabilidad, la sostenibilidad y la conexión humana. Paradójicamente, la disponibilidad de locales comerciales más pequeños y asequibles, producto de la fragmentación de los grandes espacios dejados por Corona, podría ser el caldo de cultivo para que este nuevo ecosistema comercial florezca.
El futuro del retail chileno se debatirá en esta tensión: entre la eficiencia implacable del algoritmo global y la búsqueda de significado, comunidad y sostenibilidad en el consumo local. Los esqueletos de las tiendas Corona no son solo un recordatorio del pasado; son el terreno sobre el cual se construirán, o no, estas nuevas realidades.