La contundente victoria de Jeannette Jara en las primarias oficialistas no fue simplemente la elección de una candidata; fue la materialización de un desplazamiento tectónico en el centro de gravedad de la izquierda chilena. Más de tres décadas después del retorno a la democracia, el Partido Comunista (PC) vuelve a liderar una opción presidencial con posibilidades reales, no como un actor testimonial, sino como la fuerza hegemónica dentro de la coalición de gobierno. Este hecho, que parecía improbable hace apenas unos años, cierra un ciclo iniciado en el estallido social de 2019 y abre un abanico de futuros complejos para la gobernabilidad del país.
El triunfo de Jara, cimentado en su alta valoración como ministra del Trabajo y en la capitalización de la reforma de pensiones, dejó dos grandes damnificados: el Socialismo Democrático (SD), cuya candidata Carolina Tohá no logró movilizar al electorado de centroizquierda tradicional, y el Frente Amplio (FA), que, pese a su cercanía ideológica, vio a su carta, Gonzalo Winter, relegada. La pregunta que resuena en el oficialismo ya no es cómo ganar, sino con quiénes y para qué. La corona que hoy ostenta Jara es incómoda, pues su peso pone a prueba la elasticidad de un pacto con profundas contradicciones internas.
El futuro más optimista para la candidatura de Jara reside en su capacidad para construir una hegemonía pragmática. Las señales iniciales apuntan en esta dirección. La incorporación del exministro de Hacienda, Nicolás Eyzaguirre, una figura emblemática del Socialismo Democrático que apoyó a Tohá, es un gesto calculado para tranquilizar al centro político y a los mercados. Este movimiento busca proyectar una imagen de continuidad con las reformas sociales de la centroizquierda histórica, enmarcando la candidatura como una evolución y no una ruptura.
En este escenario, el Socialismo Democrático y el Frente Amplio, aunque disminuidos, se cuadran disciplinadamente tras la candidata. El argumento de la unidad para frenar a la derecha se impone sobre las diferencias ideológicas. Figuras como Camilo Escalona (PS) se vuelven claves para articular un pacto parlamentario que garantice gobernabilidad y evite una fuga de votos. Jara, a su vez, modera su discurso económico, enfocándose en la viabilidad de sus propuestas y evitando los flancos que la derecha busca explotar, como su postura en política exterior o las críticas a la democracia liberal.
El principal factor de incertidumbre aquí es doble: ¿aceptará la base dura del PC una moderación que podría ser vista como una renuncia a sus principios históricos? Y por otro lado, ¿logrará el Socialismo Democrático convencer a su electorado, representado por voces como la del economista Óscar Landerretche, de que este no es un "abrazo del oso" que terminará por asfixiar su identidad?
Una posibilidad alternativa es que las costuras del pacto oficialista no resistan la tensión. La negativa rotunda del presidente de la Democracia Cristiana, Alberto Undurraga, a apoyar una candidatura comunista, y la decisión de figuras influyentes como Landerretche de anular su voto, son señales tempranas de una fractura que podría profundizarse.
Este escenario proyecta una diáspora del voto de centroizquierda. Si la candidatura de Jara no logra desprenderse de la imagen de un proyecto exclusivamente del PC, una parte significativa del electorado del Socialismo Democrático podría optar por la abstención, el voto nulo o, incluso, por una alternativa de derecha moderada que se presente como garante de la estabilidad. El punto de inflexión crítico será la negociación parlamentaria. Un fracaso en la conformación de una lista única sería la evidencia definitiva de que la coalición está rota en la práctica.
Esto dejaría a Jara con el desafío de ganar la presidencia dependiendo casi exclusivamente del voto de la izquierda dura, una base insuficiente para triunfar en una segunda vuelta. Políticamente, el resultado sería la orfandad del centro, un espacio que sería disputado agresivamente por la derecha, que ya ha comenzado a enmarcar la elección como una elección plebiscitaria entre la "libertad" y un "modelo radical", como lo demuestran las tempranas declaraciones de Johannes Kaiser.
Un tercer futuro, menos probable pero no descartable, es que la candidatura de Jara no intente seducir al centro, sino que apueste por redefinir y movilizar a la izquierda. En esta visión, el antiguo eje de la Concertación se da por perdido y se consolida un nuevo bloque hegemónico entre el PC y el Frente Amplio. La estrategia no sería moderar el discurso, sino intensificarlo, apelando a la épica de las transformaciones profundas y confrontando directamente el modelo neoliberal.
Este camino implicaría una polarización deliberada del escenario político, buscando forzar una elección entre dos proyectos de país antagónicos. Se abandonaría la búsqueda de consensos amplios en favor de la movilización de bases sociales y electorales que se sienten desvinculadas de la política tradicional. El éxito de esta apuesta dependería de la capacidad de la campaña para generar un relato épico y convocante, similar en espíritu, aunque no en forma, a las dinámicas que llevaron al poder a otros liderazgos de la nueva izquierda latinoamericana.
El riesgo es evidente: una estrategia de este tipo podría alienar a una porción aún mayor del electorado moderado y unificar a toda la oposición en su contra, repitiendo ciclos históricos de confrontación que Chile ha intentado superar.
En última instancia, el futuro de la candidatura de Jara y del pacto que la sostiene se definirá en el campo de la narrativa. La disputa central será por la soberanía del relato. ¿Logrará el oficialismo instalar la imagen de Jeannette Jara como una líder pragmática, heredera de las políticas sociales de Michelle Bachelet y capaz de garantizar derechos sin desestabilizar la economía? ¿O se impondrá la narrativa de la derecha, que la presenta como "Bachelet con esteroides", la cara visible de un proyecto que amenaza las bases de la democracia liberal?
La tensión entre la incorporación de Eyzaguirre y el rechazo de Landerretche es el microcosmos de esta batalla. El resultado no solo determinará la próxima presidencia, sino que también configurará el mapa político chileno para la próxima década, estableciendo si las fuerzas políticas son capaces de construir un nuevo pacto de gobernabilidad o si el país se encamina hacia una era de mayor fragmentación y polarización.