A más de dos meses de la decisión que partió en dos a Amarillos por Chile, el eco de sus consecuencias resuena más allá de las fronteras de un solo partido. Lo que en junio pareció una crisis interna, hoy se revela como una radiografía precisa de las tensiones que atraviesan el centro político chileno: su lucha por una identidad definida, su viabilidad electoral y su rol en un escenario cada vez más polarizado.
La noche del 6 de junio de 2025, el encuentro nacional de Amarillos oficializó su respaldo a la candidatura presidencial de Evelyn Matthei (Chile Vamos). La decisión, aunque previsible para muchos observadores, actuó como un catalizador que formalizó una fractura ideológica latente desde la fundación del movimiento.
La reacción fue inmediata y contundente. Figuras emblemáticas y fundadoras como los ex democratacristianos Soledad Alvear, Gutenberg Martínez y Jorge Burgos presentaron su renuncia. Su argumento no fue un mero desacuerdo táctico, sino una objeción de principios. “Amarillos tiene un sentido fundacional de reconstruir un centro progresista. Esto no pasa por unirse con las fuerzas de derecha”, declaró Burgos a La Tercera, quien ya había manifestado su simpatía por la opción del Socialismo Democrático, Carolina Tohá.
Soledad Alvear fue aún más categórica en una entrevista con Cambio21: “Yo no he sido nunca una persona de derecha. Y tampoco lo seré (…) Yo no voto por la derecha”. Para este grupo, el pacto con Matthei representaba una traición al propósito original del partido: ser una alternativa a la polarización, no un anexo de uno de sus polos.
En la vereda opuesta, la directiva que permaneció, encabezada por el diputado Andrés Jouannet, defendió la decisión como un acto de pragmatismo y responsabilidad. En un comunicado recogido por BioBioChile, argumentaron que el apoyo a Matthei era la “mejor opción para que Chile recupere su capacidad de desarrollo, su cohesión institucional y su esperanza de futuro”. Esta facción priorizó la gobernabilidad y la construcción de una mayoría contra lo que perciben como una izquierda radicalizada, aun a costa de diluir su identidad centrista.
La crisis de Amarillos no puede entenderse como un evento aislado. Analistas y columnas de opinión publicadas en las semanas posteriores, como las de El Mostrador y La Tercera, la sitúan dentro de un fenómeno más amplio: la agonía de los partidos de la transición y el “derrumbe del centro”.
Amarillos por Chile nació en 2022 con la promesa de revitalizar el espacio moderado que la Democracia Cristiana y el Partido por la Democracia (PPD) habían dejado vacante, producto de sus propias crisis internas y pérdida de electorado. Sin embargo, en menos de tres años, el nuevo referente se enfrentó al mismo dilema existencial: ¿es el centro un fin en sí mismo, con un proyecto ideológico propio, o un medio para inclinar la balanza hacia uno de los dos grandes bloques?
La decisión de junio sugiere que la facción mayoritaria optó por lo segundo, transformando al partido en un potencial aliado de la derecha. Esto genera una disonancia cognitiva fundamental: un movimiento nacido para combatir la política de trincheras termina cavando su propia trinchera al lado de uno de los contendientes.
La disyuntiva de los renunciados no es menos compleja. Su apuesta por un “centro progresista” se enfrenta a un oficialismo también fragmentado. Las duras críticas del economista socialista Óscar Landerretche al Frente Amplio y al Partido Comunista, a quienes acusó de “irresponsabilidad, frivolidad e infantilismo”, demuestran que el bloque de centroizquierda no es un refugio armónico, sino un campo de batalla ideológico y estratégico.
Este escenario deja a figuras como Alvear y Burgos en una suerte de intemperie política, evidenciando la falta de un hogar institucional claro para el centroizquierda moderado y tradicional. Su salida de Amarillos no resolvió el problema de fondo, solo lo desplazó.
Dos meses después, el panorama es más claro pero no más sencillo. Amarillos por Chile ha definido su rumbo hacia una alianza con la derecha, perdiendo en el proceso a sus figuras más históricas y su pretensión de transversalidad. La política chilena, por su parte, observa cómo el espacio del centro, lejos de consolidarse como una alternativa robusta tras los fallidos procesos constitucionales, se contrae y se fragmenta.
La fractura de Amarillos no es el final de la historia, sino un capítulo clave que deja el debate abierto. ¿Es posible construir un proyecto de centro viable en el Chile actual? ¿O su destino inevitable es ser absorbido por los polos en un ciclo de polarización que, lejos de amainar, parece redefinir permanentemente el mapa político del país? La respuesta, por ahora, sigue en construcción.