Lo que comenzó como un gesto de reparación histórica —la adquisición por parte del Estado de la casa del expresidente Salvador Allende en la calle Guardia Vieja— ha mutado en un complejo sismo político y judicial. Más allá de las responsabilidades administrativas y las consecuencias para sus protagonistas, el episodio actúa como una señal precursora de tendencias que redefinirán la relación entre poder, memoria y patrimonio en Chile. La controversia no es solo sobre un inmueble, sino sobre la soberanía de los símbolos y las reglas que gobernarán su gestión en un futuro cada vez más polarizado.
El intento fallido, detenido por la inhabilidad constitucional de sus vendedoras —la entonces senadora Isabel Allende y la ministra de Defensa Maya Fernández—, ha destapado una caja de Pandora. Ha expuesto no solo las grietas en los controles de probidad del Estado, sino también las tensiones latentes dentro de la propia izquierda y ha entregado un nuevo arsenal a la oposición. El análisis de este evento, madurado tras meses de decantación, permite proyectar tres escenarios probables que marcarán la próxima década.
La tendencia más inmediata y de mayor impacto es el traslado de la disputa por la memoria histórica desde el debate público hacia los tribunales de justicia. La demanda para anular el decreto de compra, y su posterior ampliación para revertir la transferencia de la sede de la Fundación Salvador Allende, son solo los primeros movimientos en un tablero mucho más grande. En el futuro, es altamente probable que la probidad y la legalidad administrativa se conviertan en las principales herramientas para desafiar el patrimonio simbólico de los adversarios políticos.
Podríamos ver a fundaciones y corporaciones ligadas a figuras de todo el espectro político enfrentando auditorías y querellas que cuestionen la legitimidad de sus bienes, financiamientos o la forma en que adquirieron su patrimonio. El concepto de “conflicto de interés” se extenderá desde lo puramente económico a lo simbólico. El punto de inflexión crítico será el primer fallo judicial que siente un precedente estricto sobre cómo el Estado puede o no interactuar con el legado material de sus figuras históricas. Para un sector, esto representará un avance en transparencia y igualdad ante la ley; para otro, será la consolidación del “lawfare” o guerra jurídica como método para reescribir la historia y desmantelar la influencia de ciertos legados.
El caso ha provocado una erosión significativa en uno de los capitales simbólicos más potentes de la izquierda chilena: el legado de Salvador Allende. Esta erosión opera en dos frentes. Externamente, la derecha lo ha enmarcado exitosamente como un caso de privilegio y uso de influencias. Internamente, y quizás de forma más decisiva, ha expuesto una fractura generacional y de poder. La conversación interceptada de Miguel Crispi, figura del Frente Amplio, criticando la gestión de la familia Allende, revela una tensión entre una nueva generación que busca desmarcarse de las prácticas de la política tradicional y una guardia histórica que considera la gestión de dicho legado como un derecho adquirido.
Este quiebre sugiere que el monopolio simbólico sobre la figura de Allende está en disputa. A mediano plazo, esto podría llevar a una fragmentación de los referentes de la izquierda. Las nuevas generaciones podrían buscar construir su propio panteón de héroes, desconectado de las complejidades y contradicciones de las familias políticas tradicionales. La incertidumbre clave es si los actores históricos lograrán contener el daño y reunificar la narrativa, o si esta crisis acelerará un relevo simbólico, dejando el legado de Allende como una herencia disputada en lugar de un pilar unificador.
La pregunta fundamental que emerge es sobre el rol del Estado en la preservación del patrimonio. ¿Debe actuar como un curador neutral y técnico, o es legítimo que un gobierno promueva activamente la memoria histórica afín a su proyecto político? La fallida operación de Guardia Vieja obligará a futuros gobiernos a una cautela extrema, abriendo dos caminos posibles para la política de patrimonio.
- El camino del Estado aséptico: Una vía posible es la creación de normativas ultra rigurosas y la delegación de decisiones a consejos autónomos y técnicos, buscando blindar el proceso de cualquier influencia política. El riesgo de este modelo es la construcción de una memoria oficial despolitizada, estéril y burocrática, que no logre conectar emocionalmente con la ciudadanía ni dar cuenta de las tensiones vivas del pasado.
- El camino del Estado partisano: La alternativa es que cada gobierno utilice las herramientas del Estado para construir su propio paisaje de memoria, adquiriendo sitios, renombrando calles y erigiendo monumentos que refuercen su narrativa. Esto inauguraría un ciclo de “guerra cultural patrimonial”, donde cada cambio de administración podría significar un intento de deshacer lo construido por la anterior, convirtiendo al patrimonio en un campo de batalla permanente y al Estado en un rehén de la coalición de turno.
El futuro más probable no será una elección clara entre estos escenarios, sino una combinación inestable de los tres. La judicialización de la memoria se instalará como una práctica política recurrente. El legado de Allende, y por extensión otros grandes símbolos nacionales, perderá su carácter monolítico para convertirse en un terreno de disputa abierta. Mientras tanto, el Estado oscilará torpemente entre intentos de neutralidad técnica y episodios de captura partidista, sin lograr una política de memoria coherente y legitimada.
La casa de Guardia Vieja, hoy un símbolo roto, ha revelado que la gestión del poder simbólico es tan conflictiva como la del poder económico. La forma en que Chile resuelva estas tensiones no solo definirá su cultura política, sino que también moldeará la capacidad de las futuras generaciones para comprender un pasado que se niega a permanecer quieto.