El caso de Martín de los Santos, conocido mediáticamente como el “prófugo de Vitacura”, ha dejado de ser una simple crónica roja para transformarse en un potente analizador del presente y un proyector de futuros posibles para la sociedad chilena. Más allá de la brutal agresión a un conserje y la subsecuente fuga internacional, el episodio encapsula una serie de tensiones latentes: la percepción de una justicia de dos velocidades, la porosidad de las fronteras para los privilegiados y el uso estratégico de las plataformas digitales como un tribunal paralelo. Lo que hemos presenciado no es solo la persecución de un individuo, sino la puesta en escena de una crisis de legitimidad institucional que redefine las nociones de castigo, soberanía y responsabilidad en el siglo XXI.
La conducta de De los Santos, transmitiendo su desacato en audiencias telemáticas y utilizando Instagram para construir una narrativa alternativa desde la clandestinidad, no es una mera anécdota. Es una señal de un futuro donde los procesos judiciales de alto perfil se librarán cada vez más en el terreno del espectáculo digital. En este escenario, los imputados con recursos no solo contratarán abogados, sino también estrategas de comunicación para gestionar su imagen, desacreditar a las instituciones y movilizar a sus seguidores.
Esto podría llevar a una normalización de la “justicia viral”, un ecosistema donde la opinión pública, moldeada por algoritmos y narrativas virales, ejerce una presión abrumadora sobre las decisiones judiciales. El riesgo es doble: por un lado, la condena social puede anticiparse y anular la presunción de inocencia; por otro, la manipulación mediática puede erosionar la confianza en veredictos basados en evidencia. A largo plazo, los tribunales podrían verse forzados a competir por la legitimidad contra influencers y performers de la impunidad, en una batalla por el control del relato donde la verdad jurídica es solo un competidor más.
La facilidad con que el imputado cruzó las fronteras antes de que se ordenara su detención expone una vulnerabilidad crítica del Estado-nación: la soberanía perforada. Mientras los controles migratorios se endurecen para la mayoría, una élite globalizada con recursos, redes y doble nacionalidad puede moverse con una fluidez que desafía la capacidad coercitiva de un país. El caso de De los Santos no es aislado; se inscribe en una tendencia global donde la evasión de la justicia se convierte en otro bien de consumo para quien pueda pagarlo.
Un futuro probable es la consolidación de un “mercado de la impunidad”, donde ciertos países se convierten en refugios de facto para fugitivos con alto poder adquisitivo. Esto obligará a Chile y a otras naciones a una disyuntiva estratégica: o bien se invierte masivamente en fortalecer los mecanismos de cooperación internacional y extradición, haciéndolos más ágiles y menos susceptibles a la burocracia, o se acepta una realidad donde la justicia territorial se vuelve impotente frente al capital transnacional. La captura en Brasil es un punto a favor del sistema, pero la persecución misma revela la fragilidad del modelo actual.
El historial de Martín de los Santos, con múltiples acusaciones de violencia resueltas mediante acuerdos económicos, y su actitud desafiante ante jueces chilenos y brasileños, no es solo arrogancia individual. Es la performance de un privilegio que se asume por encima de la norma. Al increpar a la autoridad, no busca clemencia, sino que afirma un estatus. Esta actitud resuena con una extendida percepción ciudadana: que las reglas del contrato social no aplican por igual para todos.
Esta dinámica plantea un punto de inflexión. Una posibilidad es que la indignación pública se disipe, y este caso se sume a la larga lista de escándalos que confirman cínicamente que “nada cambia”. La consecuencia sería una anomia crónica, un peligroso estado de desafección donde los ciudadanos dejan de creer en las instituciones y en el principio de igualdad ante la ley, erosionando la cohesión social.
La alternativa es que este episodio actúe como un catalizador para una contrarreforma institucional. La presión social podría forzar una revisión de los protocolos de medidas cautelares, especialmente para imputados con recursos y antecedentes de elusión. Podría impulsar una mayor transparencia en los acuerdos reparatorios para evitar que se conviertan en un mecanismo de impunidad sistemática. El futuro del contrato social chileno dependerá de cuál de estas dos trayectorias se imponga: la de la resignación o la de la exigencia.
El caso del “prófugo de Vitacura” nos deja, por tanto, frente a un espejo. Lo que se refleja no es solo el rostro de un hombre, sino las grietas de un sistema y las preguntas incómodas sobre el tipo de sociedad que se está construyendo. La forma en que las instituciones y la ciudadanía procesen estas señales determinará si este evento fue el prólogo de una decadencia o el impulso para una necesaria reconstrucción de la confianza.