La absolución unánime de Jorge Escobar, tío abuelo de Tomás Bravo, por el delito de abandono de menor con resultado de muerte, no es el fin de una historia trágica, sino el prólogo de un futuro incierto para el sistema judicial chileno. Más allá del alivio de un hombre que denunció haber sufrido un "hostigamiento" durante cuatro años, el veredicto del Tribunal Oral en lo Penal de Cañete funciona como un diagnóstico lapidario: la investigación fracasó. El fallo no solo constató la falta de pruebas para condenar, sino que desnudó una cadena de "irregularidades que afectaron la calidad de la evidencia", como la deficiente protección del sitio del suceso y la manipulación del cuerpo.
Con un niño muerto, un acusado absuelto y la duda razonable sobre la intervención de terceros instalada por la propia defensa, el caso deja una verdad huérfana y una pregunta suspendida en el aire: ¿Y ahora, quién busca a los culpables? Este vacío no solo alimenta el dolor de una familia, sino que profundiza la grieta de desconfianza entre la ciudadanía y las instituciones encargadas de impartir justicia. El caso Bravo se ha convertido en un espejo roto donde se reflejan las fracturas de un pacto social fundamental.
Un futuro inercial sugiere que, a pesar del estrépito mediático, el sistema podría no experimentar reformas estructurales. En este escenario, el caso Tomás Bravo se convierte en un símbolo de impotencia institucional, un precedente que normaliza el fracaso investigativo en casos de alta complejidad. La falta de rendición de cuentas por las fallas procesales y la ausencia de una revisión profunda de los protocolos de la Fiscalía y las policías consolidarían una cultura de la mediocridad.
Las consecuencias a mediano plazo serían una erosión continua de la legitimidad judicial. La ciudadanía, cada vez más cínica, podría optar por la apatía o, en el extremo, por formas de justicia privada. La percepción de que el sistema solo funciona para delitos menores mientras los crímenes complejos quedan sin resolver se volvería una creencia generalizada. En esta dinámica, la impunidad no sería una excepción, sino una característica silenciosa y aceptada del sistema, dejando a las víctimas en un estado de abandono permanente.
Una posibilidad alternativa es que el shock provocado por este caso actúe como un catalizador para una reforma profunda y tecnocrática de la investigación criminal. Este futuro implica una fuerte voluntad política para modernizar las instituciones. Podríamos ver la implementación de estándares internacionales para el manejo de sitios del suceso, la creación de unidades forenses con mayor autonomía y recursos, y una inversión significativa en tecnología para el análisis de evidencia compleja, como la que insinuó la posible presencia de un tercero en los videos del caso.
Este camino, sin embargo, no está exento de obstáculos. Requeriría un consenso político difícil de alcanzar y enfrentaría la resistencia de las instituciones existentes, celosas de sus competencias. Una reforma puramente técnica podría mejorar la eficiencia, pero correría el riesgo de no abordar los problemas culturales subyacentes: la comunicación con la ciudadanía, la presión mediática y la necesidad de una mayor transparencia. Si se logra, podría reconstruir la confianza a largo plazo, pero su éxito dependerá de si la reforma es vista como una solución genuina o como una simple respuesta cosmética a una crisis de reputación.
El escenario más distópico es aquel donde el vacío dejado por la justicia formal es ocupado de manera definitiva por el tribunal paralelo de los medios de comunicación y las redes sociales. Durante años, Jorge Escobar fue juzgado y condenado en la plaza pública. Su absolución judicial llega demasiado tarde para revertir el veredicto social. Si esta tendencia se consolida, el futuro de la justicia en Chile podría estar dominado por narrativas emocionales en lugar de por hechos probados.
En este futuro, la presunción de inocencia se convierte en una reliquia legal, irrelevante ante la velocidad del juicio digital. El poder no residiría en los tribunales, sino en la capacidad de instalar una narrativa mediática convincente, sea esta verdadera o no. Esto no solo perpetuaría la injusticia para futuros acusados, sino que también debilitaría el Estado de Derecho en su núcleo, creando un entorno social volátil donde la "funa" tiene más peso que una sentencia judicial. La búsqueda de la verdad se subordinaría a la demanda de culpables inmediatos, sin importar el costo para la justicia.
El camino que tome Chile no está predeterminado. Dependerá de las decisiones críticas que adopten los actores clave en los próximos años. ¿Asumirá el Ministerio Público su responsabilidad en el fracaso y emprenderá una autocrítica real? ¿Desarrollarán los medios de comunicación códigos de autorregulación más estrictos para la cobertura de casos criminales? ¿Logrará la ciudadanía canalizar su indignación hacia una exigencia sostenida de reforma en lugar de un simple desahogo en redes sociales?
El caso de Tomás Bravo ha dejado de ser solo un expediente judicial. Es un dilema nacional. La búsqueda de sus asesinos es, ahora inseparablemente, la búsqueda de un modelo de justicia en el que la sociedad pueda volver a creer. La alternativa es resignarse a un futuro donde la balanza de la justicia permanece desequilibrada, con los ojos vendados no por imparcialidad, sino por ceguera.