El 16 de junio de 2025, sin previo aviso, los televidentes del canal chileno Telecanal se encontraron con una parrilla programática radicalmente distinta. Donde antes había infomerciales y series envasadas, ahora se transmitía la señal ininterrumpida de RT en Español, el canal financiado por el Kremlin. Este hecho, que podría parecer una mera anécdota en un canal de baja sintonía, es en realidad una potente señal de los tiempos: la instrumentalización de los medios como herramientas de poder blando ha llegado a la televisión abierta de Chile, abriendo una caja de Pandora sobre el futuro de la soberanía informativa y la confianza pública.
La reacción fue inmediata y polarizada. Mientras la UDI oficiaba al Consejo Nacional de Televisión (CNTV) para investigar lo que consideraban una plataforma de propaganda, figuras de la izquierda como Daniel Jadue celebraban la llegada de una voz alternativa al discurso occidental. La Embajada de Rusia, por su parte, defendió la emisión como un aporte a la “diversidad de expresión”, aunque su embajador, Vladimir G. Belinsky, afirmó haberse enterado “por la TV”, una declaración que siembra más dudas que certezas sobre la naturaleza del acuerdo. Este evento no es un hecho aislado, sino el punto de partida para analizar los escenarios que se abren para el ecosistema mediático chileno.
Un primer escenario, a mediano plazo, es la normalización de RT como un actor de nicho en el paisaje mediático chileno. Si el CNTV no encuentra méritos para una sanción contundente y la audiencia, aunque minoritaria, se consolida, Telecanal podría haber encontrado un modelo de negocio de bajo costo y riesgo: arrendar su frecuencia a un actor internacional con financiamiento estatal.
Bajo esta lógica, RT podría comenzar a producir contenido localizado, entrevistando a figuras políticas y sociales chilenas que refuercen su narrativa, tal como ya lo hace en otros países de América Latina. El riesgo sistémico de este escenario es que siente un precedente. Si Rusia puede, ¿por qué no China, Estados Unidos u otras potencias? Chile podría ver cómo sus frecuencias de televisión abierta, un bien público escaso, se convierten en un tablero de ajedrez para la influencia geopolítica, fragmentando aún más la esfera pública y erosionando la idea de un debate nacional basado en hechos compartidos.
Un escenario alternativo es que el caso Telecanal-RT actúe como un catalizador para un despertar regulatorio. La presión política y ciudadana podría llevar al CNTV a interpretar su mandato de velar por el “correcto funcionamiento” de los servicios de televisión de una manera más robusta. Las discusiones podrían centrarse en si la retransmisión completa de un canal extranjero, financiado por un Estado involucrado en un conflicto bélico y acusado de desinformación, cumple con los principios de pluralismo y objetividad que la ley chilena exige, aunque sea de forma laxa.
Este camino llevaría a un debate nacional profundo sobre la soberanía informativa en el siglo XXI. ¿Implica prohibir señales o fortalecer el ecosistema mediático local? ¿Se necesitan nuevas leyes que regulen la propiedad extranjera o la transparencia en los acuerdos de programación? Una decisión en esta línea podría sentar un precedente para toda la región, pero también expondría a Chile a acusaciones de censura, la misma que RT denuncia sufrir en Occidente. El punto de inflexión será si el Estado chileno decide asumir un rol activo en la protección de su espacio informativo frente a operaciones de influencia estratégica.
Un tercer futuro, quizás el más pragmático, es que la iniciativa se diluya por irrelevancia. A pesar del ruido inicial, la propuesta de RT podría no encontrar una audiencia significativa. El consumo de televisión abierta en Chile está en declive, y su público no necesariamente busca las perspectivas geopolíticas que ofrece el canal ruso. Si la operación no genera un impacto medible —ni en sintonía ni en influencia—, el acuerdo comercial podría volverse insostenible o poco atractivo para sus gestores.
Este escenario no eliminaría el problema de fondo, pero sí demostraría que la propaganda, por más financiamiento que tenga, no es omnipotente. Requiere de un público receptivo. El fracaso de RT en Chile sería una lección sobre los límites del poder blando en una sociedad con acceso a múltiples fuentes de información. Sin embargo, dejaría intacta la vulnerabilidad estructural: medios locales en crisis financiera seguirán siendo un blanco fácil para actores externos que busquen una plataforma de bajo costo para sus narrativas.
La llegada de RT a Telecanal es más que una anécdota. Es un síntoma de la Guerra Fría informativa que se libra a escala global y que ahora tiene una trinchera en el dial chileno. Los futuros que se abren —normalización, regulación o irrelevancia— no son excluyentes y probablemente coexistan en una tensión permanente.
El punto crítico no es si un canal más o un canal menos transmite una visión particular del mundo, sino cómo responde una sociedad a este desafío. La verdadera batalla no se librará en las oficinas del CNTV, sino en la capacidad de los ciudadanos para desarrollar un pensamiento crítico y en la resiliencia de las instituciones para fomentar un ecosistema mediático plural, transparente y financieramente sano. El caballo de Troya ya está dentro de la pantalla; la pregunta fundamental es si la sociedad chilena tiene las herramientas para discernir qué hay en su interior.