La inauguración oficial del megapuerto de Chancay en Perú no es solo la apertura de una nueva infraestructura; es el sonido de una placa tectónica geopolítica y comercial que se desplaza bajo los pies de Sudamérica. Con una inversión mayoritariamente china a través de la estatal Cosco Shipping, el terminal no solo promete inyectar 4.500 millones de dólares anuales a la economía peruana, sino que, más importante aún, recorta en más de diez días el tiempo de tránsito marítimo hacia Asia. Esta ventaja competitiva no es un dato marginal: es un misil directo a la línea de flotación del modelo con que Chile ha concebido su rol en el Pacífico durante décadas.
Lo que se materializa a 80 kilómetros al norte de Lima es más que un puerto. Es un centro de poder logístico diseñado para ser la puerta de entrada y salida principal de Sudamérica hacia el mercado asiático, capturando flujos comerciales que históricamente transitaban por Valparaíso y San Antonio. Este movimiento estratégico, cuidadosamente planificado, amenaza con convertir a los puertos chilenos en actores secundarios, relegados a un rol de cabotaje regional.
La amenaza de Chancay no surge en el vacío. Coincide con una serie de señales que apuntan a una pérdida de dinamismo en Chile. Mientras Perú proyecta superar a Chile como el principal exportador de frutas de Sudamérica en 2025, impulsado por un crecimiento anual del 11% en sus exportaciones agrícolas frente al 6,1% chileno, el país andino también ve cómo se desvanece su liderazgo en industrias como el litio. Chancay actuará como un acelerador de estas tendencias, ofreciendo a los productores peruanos y de países vecinos como Brasil una ruta más rápida y económica hacia China, su principal mercado.
Este escenario expone lo que la Liga Marítima de Chile ha denominado una preocupante “omisión” estratégica: un país que, siendo cinco veces más mar que tierra, gobierna “de espaldas al mar”. La falta de una política nacional oceánica, la postergación crónica de la expansión de los puertos de la zona central y la parálisis burocrática contrastan dolorosamente con la ejecución decidida y la visión de largo plazo del proyecto peruano-chino. Chancay no es solo el éxito de un vecino; es el espejo incómodo de la propia inercia chilena.
La dimensión geopolítica de Chancay es quizás la más crítica y menos discutida. El puerto es una pieza clave en la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China, consolidando un eje de influencia que se extiende desde Asia hasta las costas del Pacífico Sur. Para Estados Unidos, la presencia de una empresa estatal china operando un puerto de esta magnitud no es un asunto meramente comercial. Es una fuente de preocupación estratégica, alimentada por el temor a un posible doble uso (civil y militar) de la infraestructura a largo plazo.
Chile se encuentra en una posición cada vez más precaria. La controversia en torno al telescopio chino en el desierto de Atacama, calificado por EE. UU. como una amenaza y defendido por China como un proyecto científico, fue un preludio de las presiones que enfrenta el país. Atrapado entre su principal socio comercial (China) y su aliado histórico en seguridad (EE. UU.), Chile ha intentado mantener una neutralidad que Chancay hace casi insostenible. El puerto no solo redibuja las rutas comerciales, sino que ancla físicamente la influencia china en la región, obligando a Chile a tomar decisiones estratégicas que ha preferido evitar.
Frente a este nuevo paradigma, se abren tres escenarios probables para Chile en la próxima década:
La decisión de qué futuro construir es ineludible. El Muro de Chancay ya está levantado, y sus sombras se proyectan largas sobre la costa chilena. La pregunta ya no es si el mapa del poder en el Pacífico ha cambiado, sino qué hará Chile para encontrar su nuevo lugar en él.