Un evento, por sí solo, rara vez define el futuro. Sin embargo, hay momentos que actúan como un rayo, iluminando las grietas profundas de una estructura que se creía sólida. El caso de Javier Etcheberry, el director del Servicio de Impuestos Internos (SII) que adeudó durante nueve años las contribuciones de una de sus propiedades, es uno de esos momentos. Más allá del error administrativo o la falta individual, el incidente se ha convertido en un poderoso símbolo de una crisis latente: la erosión de la confianza en el pacto social chileno.
La controversia no nace en el vacío. Ocurre semanas después de que el propio Etcheberry desestimara las quejas por el alza de las contribuciones, atribuyéndolas al “20% más rico del país”. Esta yuxtaposición entre su discurso público como máximo fiscalizador y su situación privada como deudor fiscal ha catalizado un debate que trasciende lo anecdótico. La pregunta que emerge no es solo si Etcheberry debe o no renunciar, sino qué significa para el futuro de Chile que la persona encargada de velar por la justicia tributaria sea parte del mismo problema que debe combatir. Este evento pone a prueba la legitimidad de las élites y la credibilidad de las instituciones en un momento clave, con la discusión de un nuevo Pacto Fiscal como telón de fondo.
En este escenario, el más probable por su adherencia a patrones históricos, la crisis se gestiona, pero no se resuelve. Etcheberry paga su deuda, quizás con intereses y una multa simbólica, y eventualmente deja su cargo para “descomprimir el ambiente”. El gobierno emite declaraciones enérgicas, promete “fortalecer los controles” y la atención mediática se desplaza hacia la siguiente controversia.
Las consecuencias a mediano y largo plazo de esta trayectoria son profundas, aunque silenciosas. El cinismo ciudadano se solidifica, convirtiéndose en una barrera estructural para cualquier reforma futura. La narrativa de que “las reglas son para algunos” se afianza, minando la disposición de los contribuyentes a cumplir voluntariamente. El Pacto Fiscal, si logra sobrevivir, lo hará con una legitimidad mermada, percibido más como una imposición que como un acuerdo social. El sistema de fiscalización municipal y del SII podría recibir ajustes menores, pero las fallas sistémicas que permitieron el “olvido” de nueve años —tanto del contribuyente como del Estado— permanecerán intactas. La confianza, una vez rota, no se repara con gestos, y su ausencia se convierte en un costo permanente para la gobernabilidad.
Una alternativa, más exigente pero transformadora, es que el escándalo actúe como un catalizador. En este futuro, la presión de la sociedad civil, la prensa y una facción del espectro político obliga a ir más allá del caso individual. La discusión se eleva desde la sanción a Etcheberry hacia una reforma integral de la fiscalización tributaria y territorial.
Este camino implicaría la implementación de tecnologías para cruzar datos de manera automática entre municipalidades, el SII y conservadores de bienes raíces, haciendo casi imposible que una propiedad quede fuera del radar fiscal. Se abriría un debate serio sobre la modernización de los catastros y la eliminación de vacíos legales que benefician desproporcionadamente a los patrimonios más altos. El Pacto Fiscal se vería obligado a incorporar un capítulo robusto sobre equidad horizontal y combate a la elusión, no como una concesión, sino como su pilar fundamental. Si bien este escenario enfrenta una enorme resistencia de intereses creados, su éxito podría iniciar un lento pero genuino proceso de reconstrucción de la confianza. Demostraría que las instituciones son capaces de corregirse a sí mismas, fortaleciendo el contrato social para las próximas décadas.
Existe un tercer escenario, igualmente plausible, en el que el caso es instrumentalizado hasta el extremo por las fuerzas políticas. La oposición lo utiliza como un ariete para demoler no solo al gobierno, sino cualquier posibilidad de acuerdo fiscal, argumentando la “inmoralidad” de sus impulsores. El oficialismo, a su vez, se atrinchera, denunciando una “cacería de brujas” y defendiendo lo indefendible para no mostrar debilidad.
El resultado es una parálisis total. El debate sobre la justicia tributaria se degrada en un intercambio de acusaciones, y el Pacto Fiscal muere antes de nacer. Esta parálisis no es inocua: sin nuevos recursos, las demandas sociales insatisfechas crecen, el Estado pierde capacidad de respuesta y la polarización se intensifica. La desconfianza ya no se dirige solo hacia las élites, sino hacia todo el sistema político, abonando el terreno para liderazgos populistas que prometen arrasar con una institucionalidad percibida como corrupta e inoperante. En este futuro, el “error” de Etcheberry no solo cuesta millones en impuestos no recaudados, sino que fractura aún más la convivencia democrática.
La trayectoria que siga Chile dependerá de cuál de las narrativas en pugna logre imponerse.
El caso Etcheberry resuena con otros escándalos del pasado reciente, desde los “perdonazos” tributarios a grandes empresas hasta los casos de financiamiento irregular de la política. La historia de Chile está marcada por estos ciclos de indignación que, a menudo, terminan en soluciones superficiales que mantienen intacta la estructura subyacente de la desigualdad ante la ley.
El futuro más plausible parece ser un híbrido entre el escenario 1 y el 3: una solución cosmética para el caso individual, acompañada de una intensa polarización política que dificultará cualquier avance sustantivo. Sin embargo, el escenario 2, el de la reforma catalizadora, sigue siendo una posibilidad latente. Su materialización no dependerá de los actores políticos, sino de la capacidad de la ciudadanía para transformar la indignación momentánea en una exigencia sostenida de transparencia y equidad. La pregunta final, abierta y crítica, es si esta vez el eco de la historia impulsará un cambio real o si simplemente añadirá otra capa de desconfianza al ya frágil edificio social chileno.