Lo que comenzó a principios de junio como un titular policial sobre la detención del actor Juan Pablo Sáez y su exesposa, Camille Caignard, por un episodio de violencia intrafamiliar (VIF) en Vitacura, ha madurado en los últimos dos meses hasta convertirse en un complejo caso de estudio sobre las dinámicas familiares en la era digital, la instrumentalización del discurso público y las narrativas contrapuestas de victimización. Lejos del impacto inmediato, la distancia temporal permite analizar no solo los hechos, sino las estrategias comunicacionales, las consecuencias judiciales y, sobre todo, la irrupción de una voz inesperada y decisiva: la de la hija de 12 años de la pareja.
El 6 de junio, Carabineros detuvo a ambos cónyuges tras denuncias mutuas. Sáez acusó a Caignard de agredirlo con gas pimienta, mientras que ella, horas más tarde, se presentó en una comisaría para denunciar agresiones por parte del actor. El resultado judicial inmediato fue la formalización y una medida cautelar de alejamiento por 80 días para Sáez respecto a su exesposa.
El conflicto, sin embargo, no quedó confinado a los tribunales. Sáez utilizó su cuenta de Instagram para construir una narrativa pública. Se presentó como un padre víctima de un sistema que, según él, le impedía el contacto con su hija, especialmente en fechas simbólicas como el Día del Padre. En sus publicaciones, abogaba por la igualdad de condiciones en la crianza, un discurso que apela a debates sociales sobre los derechos parentales masculinos.
El punto de inflexión ocurrió cuando su propia hija utilizó la misma plataforma para responderle. Con mensajes directos y contundentes como “NO SOY TU OBJETO”, “yo vi TODO” y “eres el peor papá para mí”, la menor no solo desmintió la versión de su padre, sino que introdujo una perspectiva que alteró radicalmente la percepción pública del conflicto. Su testimonio, crudo y espontáneo, desplazó el foco del debate de los derechos de los padres a la experiencia y el bienestar del niño.
La situación se complejizó aún más a principios de julio, cuando Sáez fue nuevamente conducido a una comisaría por un presunto desacato de la orden de alejamiento, tras haber sido visto en las cercanías del colegio de la niña. Este evento, aunque con versiones contradictorias sobre si su presencia estaba o no permitida, reforzó la tensión judicial latente.
El caso presenta al menos tres relatos en colisión, cuya exposición es clave para comprender la fractura:
Este caso no es un hecho aislado. Se inscribe en un contexto social chileno donde la violencia intrafamiliar es un problema estructural y su tratamiento mediático a menudo oscila entre el sensacionalismo y la revictimización. La estrategia de Sáez de apelar a un discurso de “falsa denuncia” y sesgo de género contra los hombres resuena con corrientes de opinión presentes en la sociedad, que cuestionan los avances en materia de protección a las mujeres.
Asimismo, la exposición del conflicto en redes sociales ilustra un fenómeno contemporáneo: la judicialización de la vida privada se complementa con un juicio paralelo en la opinión pública, donde cada parte busca validar su versión. La participación de la hija, sin embargo, plantea una pregunta ética incómoda sobre los límites de esta exposición y la protección de la niñez en medio de conflictos parentales de alto perfil.
A más de dos meses del incidente original, el caso sigue abierto en múltiples frentes. El proceso judicial por VIF y por el presunto desacato continúa su curso en la Fiscalía. La disputa por la tuición y el régimen de visitas se dirime en los Tribunales de Familia, el espacio donde se deben tomar las decisiones velando por el interés superior de la niña. En la arena pública, las narrativas permanecen enfrentadas, dejando a la audiencia con la tarea de discernir entre las acusaciones, las defensas y el testimonio de una niña atrapada en el centro de la tormenta. El drama familiar, lejos de resolverse, ha dejado una fractura expuesta cuyas cicatrices, tanto legales como emocionales, tardarán mucho en sanar.