A mediados de 2025, mientras el Senado aprobaba por unanimidad la nacionalidad por gracia para el para atleta de origen cubano Yunerki Ortega Ponce, las noticias del día a día dibujaban un panorama complejo y, a ratos, contradictorio sobre la migración en Chile. La historia de Ortega, que comenzó con su deserción de la delegación cubana durante los Juegos Parapanamericanos de Santiago 2023, ha madurado hasta convertirse en un poderoso símbolo. Sin embargo, su trayectoria de superación y futura representación de Chile en el deporte convive con un debate nacional mucho más áspero, donde la seguridad, la economía y la política definen narrativas a menudo antagónicas.
La travesía de Yunerki Ortega culminó en una emotiva sesión en el Congreso. El deportista, que escapó buscando un futuro que en Cuba sentía negado —"así era en la época romana con los gladiadores, te sacan a pelear", confesó a la prensa—, encontró en Chile la oportunidad de competir por un sueño: llegar a los Juegos Paralímpicos de Los Ángeles 2028. Su caso no es aislado. Se suma al de otros deportistas de origen cubano, como el luchador Yasmani Acosta o el atleta Santiago Ford, quienes han portado la bandera chilena con éxito, encarnando la narrativa del migrante como un valioso aporte al desarrollo nacional.
El respaldo político fue transversal. Desde la diputada Érika Olivera hasta el senador Francisco Chahuán, quien calificó la nacionalización como un "acto de justicia" ante la "vulneración de derechos" en su país de origen, la clase política abrazó su historia. Ortega, conmovido, declaró que la emoción era "más grande que un oro olímpico" y se comprometió a "retribuirle a Chile todo lo que ha hecho por mí". Esta es la cara más visible y celebrada de la integración: el talento excepcional que enriquece al país de acogida.
Fuera del hemiciclo, el relato es otro. Casi en paralelo a la celebración de Ortega, las cifras y los hechos noticiosos ofrecían una perspectiva distinta. El Instituto Nacional de Estadísticas (INE) informaba en julio de 2025 que la tasa de desocupación en la población extranjera había aumentado al 7,8%, con una contracción del empleo en sectores clave como el comercio y la construcción. Esta realidad económica expone la precariedad que enfrentan miles de migrantes, lejos del podio y las medallas.
Al mismo tiempo, la agenda de seguridad sigue fuertemente vinculada al fenómeno migratorio. Noticias como la detención en mayo de un ciudadano venezolano por una violenta encerrona ocurrida meses antes, o los anuncios del Servicio Nacional de Migraciones sobre la expulsión de 86 extranjeros en un solo vuelo en junio, refuerzan en una parte de la opinión pública la asociación entre migración y delincuencia. Esta narrativa es instrumentalizada en el debate político.
Durante los últimos meses, las redes sociales se han convertido en un campo de batalla de desinformación sobre el tema. Han circulado noticias falsas sobre supuestas prohibiciones al voto extranjero —un derecho consagrado en Chile para residentes con más de cinco años de avecindamiento— y cifras infladas sobre el padrón electoral migrante. Este clima de polarización revela cómo la migración ha pasado de ser un fenómeno social a un arma arrojadiza en la contienda política, tensionando la convivencia y la cohesión social.
El caso de Yunerki Ortega obliga a una reflexión incómoda pero necesaria. ¿Cómo coexisten en un mismo país la celebración unánime de un nuevo compatriota y la estigmatización de otros? La disonancia es evidente. Chile aplaude al migrante que trae medallas, pero mira con recelo al que busca trabajo en un mercado laboral contraído. Otorga una nacionalidad por gracia como un acto de justicia, mientras debate limitar derechos y acelera procesos de expulsión.
Esta dualidad no es necesariamente hipocresía, sino el reflejo de una sociedad que aún no resuelve el relato que quiere contarse a sí misma. La historia de Ortega no es solo la de un atleta; es un capítulo en la definición de la identidad chilena del siglo XXI. Su futuro como deportista chileno ya está en marcha, con la mira puesta en Los Ángeles 2028. Sin embargo, la travesía de Chile para construir una política migratoria y un discurso público que equilibre la acogida, la seguridad y la cohesión social, está lejos de terminar.