El caso de Ingrid Arias, la ex-carabinera que tras ser desvinculada de la institución encontró éxito económico y una nueva forma de autonomía en la plataforma de contenido para adultos Arsmate, es más que una anécdota viral. Es una señal potente de una transformación profunda. Su intención de producir contenido utilizando la simbología de su antigua profesión —un carro policial— no es solo una estrategia de marketing; es la representación de un contrato roto. El uniforme, símbolo de una identidad institucional, jerárquica y regulada, es reemplazado por la soberanía del individuo sobre su propio cuerpo y narrativa en el mercado digital.
Este fenómeno no es aislado. Resuena con el incidente en la Municipalidad de Vitacura, donde un acto íntimo, dentro de un espacio institucional, fue catapultado a la esfera pública global por una plataforma digital. Ambos casos exponen la misma tensión fundamental: las estructuras tradicionales de poder, trabajo y privacidad están siendo desbordadas por una nueva lógica donde la intimidad se vuelve un activo y la identidad, un producto.
La narrativa dominante celebra esta transición como un acto de empoderamiento. Figuras como Arias, la actriz Cristina Tocco o el exfutbolista Jean Paul Pineda, quien utiliza sus ingresos de estas plataformas para cumplir con la pensión alimenticia, parecen encarnar al emprendedor soberano. En este escenario, el individuo recupera el control, monetizando su imagen y su intimidad sin intermediarios institucionales. Se liberan de jerarquías rígidas, horarios inflexibles y, en algunos casos, de la precariedad de carreras que prometían una estabilidad que ya no existe. Es la máxima expresión de la "marca personal" que el ecosistema de los vodcasts y las redes sociales ha profesionalizado: la confianza y el valor ya no emanan de la institución, sino del individuo que se expone.
Sin embargo, una perspectiva alternativa sugiere un futuro menos optimista. ¿Es esto verdadera soberanía o una nueva forma de trabajo precario? En la economía de la intimidad digital no hay sindicatos, seguridad social, ni planes de jubilación. El trabajador es, a la vez, producto y empresario, soportando todo el riesgo. La plataforma, el nuevo intermediario invisible, se queda con un porcentaje significativo mientras dicta las reglas del juego a través de algoritmos opacos. La presión por generar contenido cada vez más "auténtico", personal o transgresivo para mantener la relevancia puede llevar a una autoexplotación sin límites, donde la frontera entre la vida y el trabajo se disuelve por completo.
A medida que esta tendencia madure, podríamos vislumbrar al menos tres escenarios probables para la próxima década:
El antiguo contrato social se fundamentaba en la promesa de estabilidad laboral a cambio de lealtad a una institución, ya fuera el Estado o una empresa. El caso de Jean Paul Pineda pagando sus obligaciones familiares con los frutos de su soberanía corporal digital es la firma de un nuevo pacto, escrito en tiempo real. Aquí, la responsabilidad social se financia a través de la empresa privada más pequeña que existe: el yo.
El "uniforme roto" de la ex-carabinera simboliza, por tanto, una rasgadura en el tejido de nuestras concepciones sobre el trabajo, la identidad y la comunidad. El camino que va de una carrera institucional a la autogestión de la intimidad digital no es meramente una elección individual; es un síntoma de un reordenamiento tectónico. Nos enfrentamos a una disyuntiva fundamental: ¿estamos construyendo un futuro de individuos empoderados, soberanos de sus destinos digitales, o estamos diseñando un mundo más fragmentado y precario, donde el último bien a mercantilizar es el alma misma? La respuesta no está definida; se escribe con cada suscripción, cada like, cada acto de exposición en la nueva plaza pública global.