El reciente lanzamiento del podcast “Rey del Oro”, que narra el ascenso y las operaciones del contrabandista chileno Harold Vilches, no es solo un hito en el periodismo de investigación o un nuevo éxito en el saturado género del true crime. Es una señal emergente, un indicador de una transformación profunda en las economías ilícitas globales. Estamos presenciando una nueva alquimia: la conversión del polvo de la minería ilegal y el contrabando de materias primas en los píxeles de la riqueza digital y, más sutilmente, en el capital intangible de la narrativa. Este fenómeno no solo redefine el crimen, sino que también erosiona conceptos tradicionales de soberanía, riqueza y verdad.
La historia de Vilches, que movió más de 80 millones de dólares en oro amazónico hacia mercados como Dubai y Miami, es el punto de partida. Pero el análisis se extiende al observar las incautaciones millonarias de divisas en las fronteras chilenas, la violencia brutal por activos digitales como el Bitcoin en Nueva York, o la confiscación de oro por parte de la junta militar de Mali a una corporación multinacional. Todos estos eventos, aunque dispares, dibujan un patrón: el valor ya no reside únicamente en el bien físico, sino en su fluidez para cruzar fronteras, su capacidad para digitalizarse y, finalmente, en el poder de la historia que lo envuelve.
En el futuro previsible, las organizaciones criminales más sofisticadas no solo se enfocarán en la logística de sus operaciones, sino también en la gestión estratégica de su propia leyenda. El podcast “Rey del Oro”, aunque producido por entidades periodísticas legítimas, abre la puerta a un escenario donde los propios actores delictivos financien o influyan en la producción de sus historias. No como una confesión, sino como una herramienta de poder.
Imaginemos docuseries, podcasts o biografías de alta calidad que funcionen como una forma de lavado de reputación, presentando al criminal no como un simple delincuente, sino como un emprendedor disruptivo, un antihéroe que desafió al sistema. Este “capital narrativo” tendría múltiples funciones:
Un punto de inflexión crítico será la respuesta de las plataformas de streaming y las empresas de medios. ¿Establecerán protocolos para evitar la glorificación del delito o prevalecerá la demanda de contenido atractivo, sin importar su origen o las implicaciones éticas? La figura del criminal podría evolucionar hacia una marca personal, gestionada con las mismas técnicas de marketing que una celebridad o un CEO.
El contrabando de oro y el lavado de activos a través de criptomonedas no solo desafían las leyes; cuestionan la capacidad del Estado para gobernar su territorio y su economía. El caso de la junta militar de Mali confiscando oro a Barrick, aunque perpetrado por un actor estatal, utiliza la misma lógica de apropiación de recursos que una organización criminal. Esto apunta a un futuro de soberanía fragmentada o en disputa.
En este escenario, el poder no es un monopolio estatal, sino un mosaico de influencias superpuestas:
Estas dinámicas no son nuevas; recuerdan a las compañías de las Indias Orientales o a los señores de la guerra. La novedad es la velocidad y el alcance que permiten la tecnología digital y las comunicaciones globales. Un contrabandista en el Amazonas puede liquidar su valor en una billetera digital inaccesible y, simultáneamente, ver su historia contada en un podcast escuchado en Santiago, Londres y Tokio. Esta soberanía ilegal no necesita controlar un territorio físico de manera exclusiva, sino los flujos de valor que lo atraviesan.
Si el crimen se convierte en narrativa y la soberanía se fragmenta, la verdad se transforma en un commodity. El futuro no presentará una única versión de los hechos, sino un mercado de relatos en competencia. El podcast “Rey del Oro” es una narrativa periodística, pero coexiste con la narrativa judicial, la narrativa policial y, potencialmente, la propia narrativa del contrabandista.
Este fenómeno, amplificado por la desinformación y las burbujas informativas, presenta dos caminos divergentes para la sociedad:
El resurgimiento de la delación en regímenes como el ruso, donde el Estado incentiva a los ciudadanos a construir y reforzar una narrativa oficial, es la versión estatal de este fenómeno. Las organizaciones criminales podrían adoptar tácticas similares, creando sus propias redes de “informantes” o “influencers” para validar sus relatos.
Las señales son claras. La línea que separa el valor extraído de la tierra del valor construido en una sala de guionistas se está volviendo cada vez más delgada. La tendencia dominante es la convergencia de las economías materiales, digitales y narrativas, un proceso que genera nuevas formas de riqueza y poder, a menudo en los márgenes de la ley.
El mayor riesgo es la normalización de una soberanía criminal que no solo opera con impunidad, sino que también se gana un lugar en el imaginario cultural, despojando a sus actos de su peso moral. La oportunidad latente reside en nuestra capacidad como sociedad para reconocer esta alquimia. Exige un periodismo que no solo cuente historias, sino que también deconstruya cómo se construyen esas historias. Y exige una ciudadanía que entienda que, en el siglo XXI, elegir qué podcast escuchar o qué serie ver puede ser un acto con profundas consecuencias políticas y sociales.
La pregunta que queda abierta no es si el polvo seguirá convirtiéndose en píxeles e historias, sino quiénes serán los maestros alquimistas de esta nueva era y qué tipo de realidad están forjando para todos nosotros.