A más de 90 días de que el abogado Luis Hermosilla ingresara al anexo penitenciario Capitán Yáber, el caso que lleva su nombre ha trascendido el escándalo inicial de un audio sobre coimas. Lo que comenzó como un presunto plan para sobornar a funcionarios del Servicio de Impuestos Internos (SII) y la Comisión para el Mercado Financiero (CMF) se ha metamorfoseado en una radiografía cruda y detallada de las redes de poder que operan en las altas esferas de Chile. Hoy, la discusión no se centra solo en la culpabilidad de un individuo, sino en la salud de las instituciones que conforman la República.
La permanencia de Hermosilla en prisión preventiva, ratificada a fines de mayo pese a los argumentos de su defensa sobre su delicado estado de salud, subraya la gravedad que la judicatura asigna a los delitos investigados. Sin embargo, mientras el abogado permanece tras las rejas, las ramificaciones de su expediente continúan expandiéndose, tocando los cimientos del Ministerio Público y del mundo financiero, y planteando una pregunta incómoda: ¿es Hermosilla la excepción o el síntoma de una enfermedad sistémica?
El verdadero sismo ocurrió a mediados de junio, cuando una investigación de CIPER sacó a la luz la declaración del exfiscal Manuel Guerra. Sus conversaciones por chat con Luis Hermosilla no solo revelaron una relación de cercanía y consulta, sino que abrieron una caja de Pandora sobre el funcionamiento interno de la fiscalía en casos de corrupción emblemáticos.
Guerra, quien lideró investigaciones tan sensibles como el Caso Penta, afirmó en su declaración que fue el fiscal Felipe Sepúlveda —paradójicamente, uno de los persecutores que hoy lidera la causa contra Hermosilla— quien le habría filtrado información reservada sobre la investigación contra el exalcalde de Vitacura, Raúl Torrealba. Esta acusación cruzada entre un exfiscal y un fiscal en ejercicio instala un manto de duda sobre la objetividad y hermetismo de las indagatorias más importantes del país. ¿Se trafica información sensible dentro del organismo encargado de perseguir el delito?
La declaración de Guerra también lo obliga a defender sus propias decisiones en el pasado, como el cierre de las aristas de cohecho en el Caso Penta, argumentando que incluso el exfiscal nacional Jorge Abbott consideraba débiles dichas imputaciones. Estas revelaciones no hacen más que reforzar la percepción pública de una justicia negociada a puerta cerrada, donde las decisiones se toman en base a relaciones y equilibrios de poder, más que en la contundencia de las pruebas.
El caso ha generado narrativas en abierta contradicción. Por un lado, está la visión institucionalista, que sostiene que el sistema, aunque con falencias, está funcionando. Un abogado influyente, conectado con la élite política de distintos colores, está en prisión preventiva, lo que se presenta como una señal de que nadie está por sobre la ley.
Sin embargo, esta visión choca frontalmente con eventos paralelos. Apenas un día después de las revelaciones sobre Guerra, el Diario Financiero informaba que los ejecutivos de LarrainVial imputados en la arista Factop —un caso de irregularidades financieras con puntos de contacto con el ecosistema Hermosilla— lograban un acuerdo con la fiscalía para la suspensión condicional del procedimiento. A cambio de una firma mensual y no ser formalizados por otro delito durante un año, podrían optar al sobreseimiento definitivo.
Este desenlace alimenta una perspectiva crítica y ciudadana que denuncia una doble vara. Mientras Hermosilla enfrenta la medida cautelar más gravosa, otros actores del mismo ecosistema financiero logran salidas alternativas que evitan el juicio oral y eventuales condenas efectivas. Esto genera una disonancia cognitiva profunda: ¿el sistema castiga al mensajero que reveló el método, pero es más benévolo con otros partícipes de prácticas similares? ¿Depende la severidad de la justicia del poder económico y la capacidad de negociación de los imputados?
El Expediente Hermosilla no es un hecho aislado. Se inscribe en una larga historia de casos (Penta, SQM, Corpesca) que han evidenciado la porosa frontera entre el dinero y la política. Lo que este caso añade, con una claridad inédita, es el rol del sistema judicial como un campo de juego más dentro de esta red de influencias. Los chats y declaraciones sugieren un "club" donde fiscales, abogados de élite y figuras políticas comparten información, negocian estrategias y operan con códigos propios, a menudo al margen de los procedimientos formales.
La participación de Manuel Guerra, un actor clave en la persecución penal de la corrupción durante la última década, es particularmente simbólica. Su trayectoria, ahora bajo escrutinio, obliga a reexaminar los resultados de investigaciones que marcaron la agenda pública, sembrando dudas sobre si se llegó hasta las últimas consecuencias o si primaron los acuerdos para proteger a ciertas figuras del sistema.
El caso está lejos de concluir. Las investigaciones sobre las redes de Hermosilla, las filtraciones en la fiscalía y las responsabilidades en el sector financiero siguen abiertas. Sin embargo, la principal consecuencia ya es visible: una profunda y corrosiva crisis de confianza en las instituciones fundamentales del país.
El desafío para Chile ya no es solo determinar la culpabilidad de Luis Hermosilla. La tarea más compleja será demostrar que el sistema de justicia puede investigarse a sí mismo, sancionar a los suyos y garantizar que la ley se aplique con el mismo rigor para un ciudadano común que para un miembro de la élite. El veredicto final de este caso no recaerá solo sobre un abogado, sino sobre la credibilidad de todo un modelo de convivencia democrática.