Han pasado más de sesenta días desde que el precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay fue baleado a quemarropa durante un acto de campaña en Fontibón, Bogotá. Mientras el senador se recupera lentamente de heridas que casi le cuestan la vida, las ondas expansivas del atentado continúan remeciendo el panorama político y social de Colombia. El evento, más que una noticia de última hora, se ha decantado como un doloroso recordatorio de la fragilidad de la paz y un termómetro de la profunda polarización que vive el país.
El ataque del 7 de junio no solo fue un acto de violencia contra una figura pública; fue una agresión simbólica que evocó de inmediato los magnicidios de candidatos presidenciales como Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro en la antesala de las elecciones de 1990. Para Uribe Turbay, la historia resonó de manera trágicamente personal: su madre, la periodista Diana Turbay, fue asesinada en 1991 tras ser secuestrada por el Cartel de Medellín. Este atentado, 34 años después, reabrió una herida que Colombia creía, o al menos esperaba, haber comenzado a cicatrizar.
La reacción inicial fue de una unidad casi inédita. El presidente Gustavo Petro, principal adversario político de Uribe Turbay, condenó el hecho de manera categórica, calificándolo como un "ataque contra la democracia" y ordenando una investigación exhaustiva, que incluyó indagar posibles fallas en el propio esquema de protección estatal del senador. A este repudio se sumaron todas las fuerzas políticas, desde el Centro Democrático, partido de Uribe y liderado por el expresidente Álvaro Uribe, hasta los sectores de izquierda.
Sin embargo, esta tregua fue efímera. A medida que los días pasaban, el atentado se convirtió en un arma arrojadiza en el campo de batalla político.
Desde la oposición, liderada por el uribismo, el ataque fue presentado como la prueba irrefutable del fracaso de la política de "Paz Total" del gobierno. Argumentaron que las negociaciones con grupos armados han fortalecido a las organizaciones criminales, creando un clima de inseguridad que habilita la violencia política. Para este sector, el atentado no fue un hecho aislado, sino la consecuencia directa de una estrategia de seguridad que perciben como permisiva.
Desde el oficialismo, la narrativa fue distinta. Si bien se reconoció la gravedad de la crisis de seguridad, se enmarcó el atentado como un intento de desestabilización por parte de fuerzas oscuras que se oponen a las reformas y al proyecto de paz. El presidente Petro insistió en la necesidad de identificar a los autores intelectuales, sugiriendo que detrás del sicario —un menor de 15 años capturado en el lugar— se esconden poderosos intereses que buscan devolver a Colombia a sus épocas más sangrientas.
Analistas y académicos ofrecen una lectura más compleja. Advierten que, si bien la polarización exacerba las tensiones, las raíces del problema son más profundas. La persistencia de economías ilícitas, la precaria presencia del Estado en vastas zonas del país y la facilidad con que grupos criminales reclutan a jóvenes en situación de vulnerabilidad —como el presunto atacante— son factores estructurales que trascienden al gobierno de turno.
Desde esta perspectiva, el atentado es un síntoma de una enfermedad crónica: la incapacidad del Estado colombiano para garantizar el monopolio de la fuerza y proteger el ejercicio de la política en todo su territorio. La utilización de un menor de edad como ejecutor del ataque es, para muchos, un reflejo alarmante de la descomposición social y del poder corruptor del crimen organizado sobre las nuevas generaciones.
Hoy, Miguel Uribe Turbay se encuentra fuera de peligro, pero alejado de la vida pública mientras dura su rehabilitación. La investigación judicial avanza con lentitud. Aunque el autor material está identificado y bajo custodia, la pregunta clave —¿quién dio la orden?— sigue sin respuesta. Esta incertidumbre alimenta todo tipo de especulaciones y mantiene viva la desconfianza entre los distintos actores políticos.
El atentado no logró su objetivo de silenciar una voz o descarrilar un proceso electoral, pero sí dejó una profunda cicatriz. Obligó a la sociedad colombiana a mirarse en el espejo de su propio pasado violento y a cuestionar si los cimientos de su democracia son lo suficientemente sólidos para resistir los embates de quienes aún creen que las balas pueden imponerse sobre las ideas. El caso sigue abierto, no solo en los tribunales, sino en la conciencia de una nación que lucha por construir un futuro donde la política no sea sinónimo de muerte.