A más de dos meses del secuestro que paralizó a la opinión pública, el caso del exalcalde de Macul, Gonzalo Montoya, ha decantado. La urgencia noticiosa dio paso a una reflexión más profunda sobre sus implicancias, que trascienden el acto criminal para instalarse como un síntoma de transformaciones complejas en la sociedad chilena. Lo que comenzó como un secuestro extorsivo de una figura política, hoy se lee como una radiografía de las nuevas formas del crimen organizado, la fragilidad de la esfera pública y las incómodas zonas grises donde colisionan la vida privada y la responsabilidad social.
El 26 de junio de 2025, Gonzalo Montoya desapareció. Su familia pronto recibió mensajes y videos extorsivos: los captores exigían 50.000 dólares a cambio de su vida, amenazando con divulgar material que supuestamente lo implicaba en redes de explotación sexual infantil. Durante 48 horas, el Equipo Contra el Crimen Organizado y Homicidios (ECOH) de la Fiscalía y la Brigada de Investigaciones Policiales Especiales (BIPE) de la PDI gestionaron una crisis que no solo era un secuestro, sino un complejo chantaje moral.
Montoya fue liberado el 29 de junio en la comuna de Padre Hurtado, con evidentes signos de tortura, tras el pago de una suma de dinero. Sin embargo, el fin de su cautiverio fue solo el comienzo de una investigación que desnudó una realidad mayor. Las pesquisas no tardaron en conectar el hecho con la banda “Los Mapaches”, una célula criminal compuesta mayoritariamente por ciudadanos venezolanos en situación irregular, especializada en secuestros extorsivos en el sector del Parque Almagro, en Santiago.
El 4 de julio, la PDI detuvo a Israel Useche Galue, un joven de 18 años, en un hostal del Barrio Yungay mientras preparaba su huida. Según el fiscal Héctor Barros, Useche era uno de los últimos miembros activos de “Los Mapaches”, cuya estructura ya había sido parcialmente desmantelada con cerca de 15 integrantes en prisión preventiva. Su captura demostró que el caso Montoya no era un hecho aislado, sino la acción de una red criminal con un modus operandi definido: identificar víctimas con vulnerabilidades (reales o fabricadas), aplicar violencia psicológica y física, y utilizar plataformas financieras digitales para dificultar el rastreo del dinero.
El caso generó un abanico de reacciones que reflejan las tensiones actuales del país:
El secuestro de Montoya no puede entenderse sin el contexto de los flujos migratorios de la última década y la expansión de organizaciones criminales transnacionales en la región, como lo demuestran operativos policiales coordinados en países como Perú. La instalación de estas redes en Chile se ha visto facilitada por la existencia de comunidades vulnerables y una institucionalidad que, históricamente, no estaba preparada para enfrentar este nivel de organización y violencia. El caso es un llamado de atención sobre la necesidad de fortalecer no solo el control fronterizo y la inteligencia policial, sino también las políticas de integración social para evitar que la marginalidad se convierta en un caldo de cultivo para el crimen.
Hoy, con uno de los autores materiales detenido y enfrentando a la justicia, el secuestro de Gonzalo Montoya como evento está policialmente en vías de resolución. Sin embargo, las preguntas que abrió siguen vigentes. La investigación continúa para capturar al resto de la banda y desarticular por completo sus operaciones. Paralelamente, la arista sobre la presunta participación de Montoya en redes de explotación sexual sigue siendo una incógnita que la fiscalía deberá dilucidar.
El caso Montoya, por tanto, no está cerrado. Ha evolucionado de ser una noticia policial a convertirse en un caso de estudio sobre los desafíos de seguridad, cohesión social y ética pública en el Chile contemporáneo. Su legado no será solo la historia de un secuestro, sino la evidencia de cómo el crimen organizado ha aprendido a explotar las grietas más profundas de una sociedad en plena transformación.