El atentado contra el precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe Turbay no es solo el eco trágico de una historia familiar y nacional marcada por la violencia; es una señal potente y disruptiva que resuena en toda América Latina. Más allá del repudio unánime y la conmoción inmediata, el ataque ocurrido el pasado 7 de junio en Bogotá funciona como un punto de inflexión. Nos obliga a proyectar la mirada más allá del ciclo noticioso para analizar las trayectorias probables de nuestras democracias, hoy asediadas por una simbiosis cada vez más estrecha entre el crimen organizado y la política.
El hecho de que la víctima sea un político cuyo linaje está atravesado por el magnicidio —su madre, Diana Turbay, fue asesinada por el cartel de Medellín en 1991— y cuya plataforma se centra en la seguridad, no es una mera coincidencia. Es un catalizador que acelera debates latentes y expone la vulnerabilidad del contrato social. La pregunta ya no es si la violencia puede volver a infiltrar la política al más alto nivel, como en los años 80 y 90, sino qué forma adoptará esta nueva era de democracias armadas.
El futuro más probable, y quizás el más sombrío, es la aceleración del “efecto Bukele” a escala continental. El atentado contra Uribe Turbay proporciona la justificación perfecta para discursos que exigen orden a cualquier costo. La supervivencia del candidato, transformándolo en un mártir viviente de la inseguridad, podría generar una ola de apoyo popular hacia soluciones autoritarias que hasta hace poco eran impensables.
En este escenario, los gobiernos, presionados por una ciudadanía aterrorizada, podrían adoptar marcos legales de excepción como política de Estado permanente. Esto implicaría la suspensión de garantías constitucionales, el fortalecimiento de aparatos de inteligencia militar por sobre los civiles y una mayor tolerancia a la violación de derechos humanos en nombre de la seguridad. El factor de incertidumbre clave es si este modelo puede desmantelar las estructuras criminales complejas y transnacionales o si, por el contrario, solo las obligará a sofisticarse, generando ciclos de violencia aún más agudos. La decisión crítica que definirá esta trayectoria será la capacidad (o incapacidad) del sistema judicial colombiano para identificar y condenar a los autores intelectuales, demostrando si el Estado de derecho aún posee alguna soberanía.
Una segunda trayectoria posible es la fragmentación de la soberanía securitaria. Si el Estado demuestra ser incapaz de proteger a una figura de tan alto perfil, el mensaje para el ciudadano común, los empresarios y las comunidades es claro: la seguridad es un asunto privado. Este escenario proyecta un futuro donde el monopolio estatal de la fuerza se convierte en una ficción legal.
Veríamos la proliferación de ejércitos privados, la fortificación de enclaves urbanos y rurales, y la externalización de la protección a corporaciones de seguridad con lealtades ambiguas. El contrato social se renegociaría ya no con el Estado, sino con el actor —legal o ilegal— que garantice la supervivencia. Políticamente, esto podría traducirse en el ascenso de “señores de la guerra” modernos: líderes regionales o corporativos que ejercen un poder de facto, financiados por economías lícitas e ilícitas. El riesgo mayor es la normalización de un apartheid social y espacial, donde la seguridad se convierte en el máximo bien de consumo, accesible solo para una élite, mientras el resto de la población queda a merced de la anarquía.
Un tercer escenario, menos probable pero no imposible, es que el shock del atentado actúe como un revulsivo para la clase política y la sociedad civil. El ataque podría ser interpretado como la línea roja que no debe cruzarse, forzando un pacto transversal para aislar la violencia como método de acción política. Este camino requeriría una madurez política excepcional, capaz de superar la polarización que hoy domina el debate público.
Actores tan disímiles como el gobierno de Gustavo Petro, el uribismo y otros movimientos tendrían que construir un consenso mínimo en torno a la reforma de las fuerzas de seguridad, el fortalecimiento de la justicia y, crucialmente, el combate a las economías ilegales que financian la violencia. Desde la perspectiva ciudadana, podría impulsar movimientos que exijan tanto seguridad como derechos, rechazando la falsa dicotomía entre orden y libertad. El punto de inflexión para este futuro sería una investigación transparente y eficaz que no solo castigue al sicario, sino que desmantele la red que lo instrumentalizó, restaurando una dosis crítica de confianza en las instituciones.
Las perspectivas sobre estos futuros ya están en disputa. Para la derecha política regional, el atentado es la confirmación del fracaso de las políticas de diálogo como la “Paz Total” y un llamado a restaurar la autoridad del Estado por la fuerza. Para la izquierda, representa una trampa: condenar la violencia es imperativo, pero hacerlo sin ceder a la narrativa de la militarización es un equilibrio difícil, especialmente cuando son acusados de fomentar un clima de hostilidad.
El sector empresarial, pragmático, probablemente apoyará a cualquier actor que prometa estabilidad, incluso si ello implica un retroceso democrático. Mientras tanto, académicos y organizaciones de derechos humanos advertirán sobre los peligros de repetir los ciclos de violencia estatal y paraestatal que ya devastaron al continente.
La historia de América Latina nos enseña que estos eventos no son aislados. Son réplicas de terremotos pasados —el asesinato de Gaitán en Colombia, de Galán, de Villavicencio en Ecuador— que reconfiguraron el mapa político por décadas. La pregunta que nos deja el atentado a Miguel Uribe Turbay es si estamos condenados a repetir la historia o si, por el contrario, esta cicatriz en la urna puede forzar una reflexión colectiva sobre el tipo de futuro que deseamos construir, uno donde las balas dejen de escribir el destino de las naciones.