A más de dos meses de su promulgación en la víspera del Día de la Independencia de Estados Unidos, la llamada 'One Big Beautiful Bill' de Donald Trump ha dejado de ser un titular para convertirse en una realidad estructural. Aprobada con márgenes mínimos en ambas cámaras del Congreso —requiriendo incluso el voto de desempate del Vicepresidente en el Senado—, la ley no fue solo una victoria política para la administración Trump, sino el punto de partida de una transformación fiscal cuyas consecuencias económicas, sociales y geopolíticas recién comienzan a decantarse.
La legislación, de casi mil páginas, extiende y hace permanentes los recortes de impuestos de 2017, beneficiando principalmente a las corporaciones y a los tramos de ingresos más altos. A esto suma exenciones de corte populista, como la eliminación de impuestos a las propinas y horas extras. Sin embargo, el financiamiento de esta generosidad fiscal revela la otra cara de la moneda: drásticos recortes a programas sociales como Medicaid (seguro de salud para personas de bajos ingresos) y SNAP (cupones de alimentos), junto con la eliminación de incentivos a las energías renovables y un aumento de US$350 mil millones para seguridad fronteriza y defensa.
La tramitación expuso fracturas incluso dentro del oficialismo. Mientras Trump la promovía como el inicio de una "nueva Era Dorada", figuras como el magnate Elon Musk, antiguo aliado, la calificaron de "abominación repugnante", advirtiendo sobre un aumento insostenible del déficit. Esta preocupación fue validada por la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO), un organismo no partidista, que proyectó un incremento de la deuda federal de US$2,4 billones en la próxima década. El análisis es claro: la ley define un mapa de ganadores y perdedores. Entre los primeros, multimillonarios, grandes empresas de combustibles fósiles y contratistas de defensa. Entre los segundos, millones de ciudadanos de bajos ingresos, el sector de las energías limpias y los inmigrantes, quienes enfrentarán un nuevo impuesto a las remesas.
El debate en torno a la ley cristaliza dos visiones antagónicas del desarrollo económico.
La estrategia de Trump no es del todo nueva, pero su combinación de elementos la hace particular. Por un lado, sigue la línea de las reformas fiscales republicanas que, desde Ronald Reagan, han apostado por los recortes de impuestos como motor económico. Por otro, incorpora un fuerte componente proteccionista que resuena con un pasado incómodo para América Latina. Analistas han trazado un paralelismo directo entre las barreras arancelarias y la retórica de "independencia económica" de Trump y el modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI) que aplicaron países como Argentina y Brasil a mediados del siglo XX. Un modelo que, como señala la académica Monica de Bolle, fue un "sonoro fracaso" en la región, generando industrias ineficientes y crisis fiscales. La paradoja es evidente: Estados Unidos, la cuna del libre mercado, parece adoptar recetas que sus vecinos del sur abandonaron hace décadas.
Con la ley ya en vigor, la discusión se ha trasladado del Capitolio a la economía real. Las preguntas clave ahora son si el prometido crecimiento se materializará, cómo responderán los mercados a la creciente deuda estadounidense y cuál será el impacto social de los recortes. Para Chile y otros socios comerciales, el escenario es de atenta vigilancia. La reforma ofrece oportunidades para inversionistas chilenos en EE.UU. a través de incentivos fiscales mantenidos o restablecidos. Sin embargo, la ley incluyó una cláusula (la sección 899) que abre la puerta a imponer impuestos punitivos a países considerados fiscalmente "injustos", una amenaza latente que podría afectar los flujos de capital transfronterizos. Aunque la administración estadounidense ha sugerido que podría no aplicarla, la incertidumbre persiste, demostrando que las ondas de choque de esta "gran y hermosa" ley apenas comienzan a sentirse a nivel global.