El anuncio del cierre del Centro de Cumplimiento Penitenciario Punta Peuco, pronunciado en la última cuenta pública presidencial, no fue el capítulo final de una historia, sino el prólogo de varias narrativas futuras. Más que la clausura de un recinto físico, la decisión representa un punto de inflexión que obliga a la sociedad chilena a confrontar, una vez más, las tensiones no resueltas entre justicia, memoria e impunidad. La medida, cargada de un denso peso simbólico, actúa como un catalizador, proyectando futuros posibles donde la fractura histórica del país podría comenzar a cicatrizar, profundizarse o, incluso, hacer metástasis en el cuerpo político.
La decisión de terminar con un penal exclusivo para violadores de derechos humanos no ocurre en el vacío. Emerge en un contexto donde, según encuestas recientes, una amplia mayoría ciudadana (cerca del 65%) rechaza los discursos que justifican la violencia de Estado del pasado. Al mismo tiempo, persisten focos de resistencia simbólica, como la venta de memorabilia pinochetista en recintos militares, que obligan a las propias Fuerzas Armadas a desmarcarse públicamente. Este telón de fondo revela una sociedad en disputa, donde la condena a la dictadura coexiste con la persistencia de su legado en nichos de poder. El cierre de Punta Peuco, por tanto, no es solo un acto administrativo; es una intervención directa sobre esta tensión cultural.
El futuro más inmediato y plausible, articulado por las voces de la oposición de derecha, es el de la reversión. La promesa de la candidata presidencial Evelyn Matthei de que la medida “no cuesta nada revertirla” y la posterior apertura de José Antonio Kast a conceder indultos por razones “humanitarias” a los reclusos, delinean un camino claro. Si un futuro gobierno de este signo político llega al poder, el cierre de Punta Peuco podría ser efímero.
Este escenario no implicaría necesariamente una reapertura literal del penal bajo el mismo nombre. Podría tomar la forma de una reasignación de los reclusos a otro recinto con condiciones especiales, argumentando razones de seguridad y el perfil etario y de salud de los internos, como ya han planteado algunos abogados. Un indulto presidencial sería la culminación de esta lógica.
Las consecuencias de este camino serían profundas. Para las víctimas y organizaciones de derechos humanos, representaría una revictimización y la confirmación de que la justicia en Chile es condicional al ciclo político. La fractura social se agudizaría, consolidando la percepción en un sector del país de que existe un “pacto de sangre” inquebrantable entre la derecha y el legado de la dictadura. La herida de la memoria, lejos de cerrarse, volvería a sangrar, demostrando que los símbolos de la impunidad son más resilientes que los actos de justicia.
Una segunda posibilidad es que la decisión se consolide, no tanto por convicción política transversal, sino por inercia o cálculo. Un eventual gobierno de derecha podría concluir que el costo político de revertir la medida es mayor que el beneficio, especialmente si la opinión pública no lo sitúa entre sus prioridades frente a la economía o la seguridad.
En este escenario, el debate se desplazaría del plano simbólico al administrativo. La discusión ya no sería sobre el fin de los privilegios, sino sobre la capacidad de Gendarmería para gestionar a reos de alta connotación pública, las condiciones de salud en cárceles comunes y los recursos judiciales interpuestos por las defensas. El cierre de Punta Peuco se convertiría en un hecho consumado, pero su significado se diluiría en expedientes y protocolos. La justicia se volvería un asunto de gestión penitenciaria.
El resultado sería una victoria agridulce para los defensores de los derechos humanos. El símbolo de la impunidad habría caído, pero la conversación nacional se apagaría. La cicatriz existiría, pero estaría anestesiada, superficial, sin haber promovido una reflexión más profunda sobre las causas del quiebre democrático. La tensión subyacente permanecería latente, lista para reemerger ante cualquier nuevo estímulo.
El escenario más riesgoso es aquel donde el cierre de Punta Peuco se transforma en un conflicto permanente y expansivo. En esta proyección, la decisión no es ni revertida ni asimilada, sino que se convierte en un arma arrojadiza constante en la arena política. La derecha podría usarla como prueba de la “persecución ideológica” y el “revanchismo” de la izquierda, mientras que la izquierda la enarbolaría como un estandarte de su compromiso democrático, exigiendo lealtad a sus socios.
Este fenómeno, similar a las “guerras culturales” de otras latitudes, implicaría que el debate sobre la memoria infecte todas las demás áreas de la política pública. Cualquier discusión, desde la reforma educativa hasta la modernización de las policías, podría ser arrastrada al fango de la polarización sobre el pasado. Como lo expresó la ministra Antonia Orellana, el “pinochetismo” se convierte en un punto de “desequilibrio” que impide el diálogo racional.
En este futuro, la fractura chilena no solo no se cierra, sino que se hace más profunda y ancha, impidiendo cualquier tipo de acuerdo transversal para los desafíos del país. La sociedad quedaría atrapada en un ciclo de recriminaciones, donde el pasado no es una lección, sino un campo de batalla para el presente. El trauma, como lo describe la víctima de abusos James Hamilton, se convierte en “una bala que sigue dando vueltas en tu cuerpo”, pero en este caso, el cuerpo es el de toda una nación.
El camino que Chile tome no está predeterminado. Dependerá de una serie de puntos de inflexión críticos: el resultado de las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias, los fallos de los tribunales de justicia ante los recursos de amparo, y la reacción de la opinión pública si ocurriera algún incidente con los reos trasladados.
El cierre de Punta Peuco ha puesto un candado a un símbolo de la desigualdad ante la ley, pero ha abierto una caja de Pandora sobre el futuro de la memoria. La pregunta que queda suspendida en el aire no es si el penal permanecerá cerrado, sino si la sociedad chilena será capaz de construir, a partir de sus escombros, un relato compartido que permita transformar una herida abierta en una cicatriz que, aunque visible, permita avanzar.