Lo que comenzó como un murmullo en sobremesas y cartas al director se ha consolidado como una de las principales grietas en la relación entre el ciudadano y el Estado. Las contribuciones de bienes raíces, un impuesto casi centenario, han dejado de ser un mero trámite para convertirse en la encarnación de una institucionalidad que se percibe como opaca, arbitraria y desconectada. El malestar no nace del acto de tributar, sino de la incomprensión fundamental: ¿por qué pago lo que pago?
Expertos tributarios y ciudadanos por igual describen el proceso de determinación del avalúo fiscal, realizado unilateralmente por el Servicio de Impuestos Internos (SII), como una “caja negra”. Aunque la fórmula general es pública, su aplicación a cada propiedad es un misterio para el contribuyente común. Este desconoce cómo se ponderan variables como la calidad de la construcción, la antigüedad o las mejoras del entorno para llegar al monto final. La situación se agrava cuando los propietarios ven aumentar sus contribuciones mientras el valor comercial de sus viviendas se estanca o sus ingresos, especialmente en la jubilación, disminuyen drásticamente. Esta dinámica genera una sensación de castigo al esfuerzo y a la inversión en el propio hogar, vulnerando la percepción de justicia y equidad.
La controversia escaló cuando la Contraloría General de la República inició investigaciones sobre posibles irregularidades en los procesos de reavalúo, añadiendo una capa de sospecha a la ya existente opacidad. Jurídicamente, se argumenta que el sistema actual choca con principios constitucionales como la legalidad del tributo —que exige que la ley, y no un acto administrativo, defina sus elementos esenciales— y la igual repartición de las cargas públicas.
El descontento latente fue el combustible perfecto para el debate político. La propuesta de eliminar las contribuciones para la primera vivienda, una bandera histórica del Partido Republicano, fue sorpresivamente adoptada por figuras clave de la centro-derecha tradicional, como la precandidata presidencial Evelyn Matthei, quien previamente la había calificado de regresiva. Este giro estratégico no solo instaló el tema en el centro de la agenda presidencial, sino que lo transformó en un plebiscito silencioso sobre el rol del Estado.
La disyuntiva es profunda. Por un lado, la promesa de un alivio tributario directo para la clase media y, sobre todo, para los adultos mayores, un grupo demográfico que, según proyecciones, representará uno de cada cinco chilenos para 2035. Por otro, la amenaza a la estabilidad financiera de los municipios. En 2024, el impuesto territorial recaudó más de 2,5 billones de pesos, de los cuales un 60% nutre el Fondo Común Municipal (FCM), un mecanismo de solidaridad clave para las comunas con menos recursos. La promesa de compensar esta pérdida con “fondos públicos” es el principal factor de incertidumbre. ¿Implica esto un aumento de otros impuestos, una reasignación de recursos desde otras áreas críticas o un mayor endeudamiento fiscal? La respuesta a esta pregunta definirá la viabilidad y las consecuencias de la propuesta.
La tensión acumulada en torno a las contribuciones abre al menos tres futuros plausibles, cada uno con implicaciones distintas para el contrato social chileno.
1. Escenario de Modernización Tecnocrática: En esta vía, la presión ciudadana y política fuerza al Estado a una reforma evolutiva, no revolucionaria. El SII, en un esfuerzo por recuperar la legitimidad perdida, implementa herramientas digitales interactivas que permiten a cada contribuyente comprender y simular su cálculo de contribuciones. Se transparentan los datos catastrales y los criterios de valoración, avanzando hacia un modelo de co-determinación asistida. El impuesto no se elimina, pero su opacidad desaparece. Este camino calmaría el debate y fortalecería la cultura tributaria, pero dejaría intacta la pregunta de fondo sobre la pertinencia de gravar la vivienda principal.
2. Escenario de Rebelión Fiscal y Nuevo Pacto de Propiedad: Impulsada por el momentum político y un creciente incumplimiento tributario, se aprueba la eliminación de las contribuciones para la primera vivienda. Este escenario provocaría un shock inmediato en las finanzas municipales, forzando un rediseño caótico y urgente del FCM y de las fuentes de ingreso local. Podría dar paso a una mayor dependencia del poder central, paradójicamente aumentando la centralización que se buscaba combatir. A largo plazo, este camino consagraría una nueva visión de la propiedad privada como un derecho casi absoluto y un refugio frente al Estado, pero a costa de debilitar la capacidad de las comunidades para autofinanciarse y proveer servicios, exacerbando la desigualdad territorial.
3. Escenario del Compromiso Híbrido: Ante los riesgos de los dos extremos, emerge una tercera vía. El impuesto no se elimina, pero se reformula profundamente para hacerlo más justo y progresivo. Las medidas podrían incluir una exención universal para la primera vivienda hasta un avalúo fiscal considerablemente alto, liberando a la gran mayoría de la clase media. Se podrían crear exenciones automáticas y ampliadas para adultos mayores, o incluso vincular el pago a la renta del contribuyente, transformándolo en una suerte de impuesto patrimonial que sí considere la capacidad de pago. Este modelo, similar al de varias naciones de la OCDE, buscaría un equilibrio entre el alivio ciudadano y la sostenibilidad fiscal, aunque su complejidad podría generar nuevos desafíos administrativos.
La discusión sobre las contribuciones ha trascendido con creces la técnica tributaria. Se ha convertido en el campo de batalla donde se disputa el futuro del pacto entre el ciudadano, su propiedad y la comunidad. La ruta que Chile elija no solo ajustará las finanzas del país, sino que ofrecerá una respuesta contundente a una pregunta fundamental: ¿qué le debe el individuo al colectivo y qué nivel de transparencia y justicia puede exigir a cambio?