Un taller de performance artística con un nombre deliberadamente provocador —“Prácticas de Culo”— fue suficiente para encender la pradera digital y política en Chile. Aunque el Ministerio de las Culturas se apresuró a aclarar que la iniciativa no contaba con financiamiento público, la controversia ya había cumplido su propósito: actuar como una señal inequívoca de una tendencia más profunda y duradera. El incidente no es un hecho aislado, sino el síntoma de una guerra cultural en la que el cuerpo —su representación, sus límites, sus derechos y su expresión— se ha consolidado como el territorio de batalla simbólico por excelencia. En un contexto preelectoral que exacerba las divisiones, este fenómeno anticipa futuros complejos para la convivencia, la creación artística y el debate público.
La controversia sobre el uso de fondos públicos, aunque en este caso fue una falsa alarma, establece un precedente peligroso. El futuro del financiamiento estatal para las artes y la cultura se perfila como un péndulo oscilante, sujeto a los vaivenes del ciclo político.
Una tercera vía, más pesimista, es la retirada paulatina del Estado. Ante la imposibilidad de alcanzar un consenso, los gobiernos podrían optar por reducir el presupuesto cultural para evitar polémicas, forzando a los creadores a depender del mercado, el mecenazgo privado o la cooperación internacional. Esto podría derivar en una “balcanización” del arte: escenas culturales fragmentadas que responden a burbujas ideológicas específicas, perdiendo así su capacidad de interpelar al conjunto de la sociedad.
La viralización de la polémica artística no fue orgánica; fue impulsada por la lógica de las plataformas digitales. El futuro de la censura ya no reside únicamente en decisiones institucionales, sino en la arquitectura invisible de los algoritmos.
Estos sistemas, diseñados para maximizar la interacción, premian el contenido que genera indignación y conflicto. Una obra de arte provocadora es etiquetada como “contenido sensible”, mientras que las narrativas de pánico moral que la atacan son amplificadas. En la práctica, el algoritmo se convierte en un censor ideológico no declarado, que moldea el debate público sin rendir cuentas.
En el mediano plazo, los actores políticos perfeccionarán el uso de esta herramienta. Podemos anticipar un aumento de campañas coordinadas de denuncia masiva para desmonetizar o invisibilizar a creadores. La línea entre la crítica legítima y el hostigamiento digital se volverá cada vez más difusa. El debate sobre la libertad de expresión se trasladará de los tribunales y el parlamento a los términos y condiciones de empresas tecnológicas extranjeras, que operarán como árbitros de facto de la cultura nacional.
La disputa por el cuerpo trasciende el arte. Se manifiesta en el debate sobre el aborto, donde se confrontan visiones sobre la vida, la autonomía y la salud pública. Se refleja en la tensión entre un lenguaje político que busca “coraje” y “firmeza” —una corporalidad masculina y marcial— y otro que se define desde la empatía y la inclusión. Y se proyecta en la desconfianza hacia identidades políticas, como la del Partido Comunista, a las que se les atribuye un “cuerpo ideológico” histórico e inmutable, impermeable a la moderación o al “buena onda”.
Esta politización del cuerpo tiene dos futuros probables:
El futuro no está escrito. Dependerá de las decisiones que tomen líderes políticos, creadores, ciudadanos y, cada vez más, los arquitectos de nuestros ecosistemas digitales. La pregunta clave es si Chile logrará canalizar esta tensión hacia una mayor madurez democrática o si permitirá que el cuerpo, metáfora de la propia nación, termine fragmentado por sus batallas internas.