La vertiginosa escalada bélica entre Israel e Irán en junio de 2025, y su aún más sorprendente cese, no debe ser leída como un evento aislado en la convulsa historia de Medio Oriente. Por el contrario, representa una cristalización de tendencias que venían gestándose por años y proyecta con inquietante claridad los contornos de un nuevo paradigma en las relaciones internacionales. Lo que presenciamos no fue simplemente una guerra, sino un ensayo general de cómo se librarán, narrarán y resolverán los conflictos en un futuro cercano: como un espectáculo de alto impacto, gestionado a través de la diplomacia personalista y al margen de un orden internacional que se revela cada vez más obsoleto.
El rol de Donald Trump en esta crisis trasciende al de un simple mediador. Actuó como productor, director y protagonista de un drama geopolítico. Sus amenazas vía Truth Social, seguidas de una intervención militar directa y culminadas con el anuncio de un "alto al fuego total" que él mismo negoció, ilustran la consolidación de la diplomacia como una extensión de la marca personal de un líder. Las instituciones tradicionales, como los departamentos de Estado o las Naciones Unidas, quedaron reducidas a meros espectadores de una negociación conducida con la lógica de un acuerdo comercial: rápido, personal y centrado en el resultado inmediato.
Este modelo inaugura lo que podríamos denominar la "paz transaccional". A diferencia de los tratados de paz históricos, basados en procesos largos, marcos legales y concesiones mutuas verificables, esta nueva forma de paz es un pacto verbal, un apretón de manos entre hombres fuertes que se basa en un cálculo de poder y costo-beneficio. Su fortaleza no reside en la letra de un acuerdo, sino en la voluntad y permanencia de los líderes que lo sellan. Esto plantea un futuro de estabilidad precaria, sujeta a los vaivenes electorales, los egos y las percepciones cambiantes de los actores involucrados. La paz deja de ser un bien público global para convertirse en un activo privado y volátil.
La narrativa del conflicto fue tan crucial como los misiles. Desde la "enésima proeza del Mosad" hasta las promesas iraníes de abrir "las puertas del infierno", cada acción fue enmarcada en una retórica grandilocuente. La culminación fue la declaración de Trump sobre la "total y completa" destrucción del programa nuclear iraní. ¿Fue una evaluación militar precisa o una declaración performática de victoria? En la era de la diplomacia-espectáculo, la distinción es irrelevante. La percepción de éxito, amplificada por los medios y las redes sociales, se convierte en la realidad política.
Este fenómeno proyecta un futuro donde los conflictos se diseñan para ser mediáticamente consumibles. Las operaciones militares buscarán ser "espectaculares" y "quirúrgicas", no necesariamente para lograr objetivos estratégicos a largo plazo, sino para generar un impacto narrativo inmediato. La soberanía ya no reside únicamente en el control del territorio, sino en el control del relato. Para los líderes, el incentivo será optar por acciones audaces y televisivas en lugar de soluciones diplomáticas complejas y lentas. Esto, a su vez, condiciona a una ciudadanía que aprende a consumir la geopolítica como una serie de temporada, con héroes, villanos y giros de guion inesperados, disminuyendo el espacio para el análisis crítico y la deliberación informada.
La crisis de junio de 2025 demostró con crudeza la impotencia del orden internacional forjado en el siglo XX. El ataque preventivo de Israel, la represalia iraní, la intervención de Estados Unidos y la posterior agresión a bases en terceros países como Qatar e Irak, ocurrieron sin un mandato del Consejo de Seguridad de la ONU, que se limitó a convocar reuniones de urgencia a posteriori. El derecho internacional no fue un freno, sino una nota a pie de página.
El futuro que se vislumbra es uno de retorno a una política de esferas de influencia y equilibrio de poder, pero con la complejidad añadida de la tecnología militar avanzada y la guerra informativa. La norma de no agresión y el respeto a la soberanía se debilitan, siendo reemplazadas por la doctrina de la acción preventiva justificada por una amenaza percibida. En este escenario, la seguridad de las naciones más pequeñas no dependerá de un sistema de leyes colectivas, sino de su alineamiento con un patrón poderoso dispuesto a intervenir, ya sea militar o diplomáticamente, en su favor. La "Tregua Fantasma" no es, por tanto, el fin de un conflicto, sino la inauguración de un nuevo conjunto de reglas de juego, donde la fuerza, el espectáculo y la voluntad personalista dictan los frágiles límites entre la guerra y la paz.