La madrugada del 6 de mayo de 2025, el cielo sobre la frontera indo-pakistaní se iluminó con la "Operación Sindoor". Lo que India describió como "ataques de precisión" contra "infraestructura terrorista" en Pakistán, fue para Islamabad una agresión que dejó 26 civiles muertos. Este evento no es una mera escaramuza fronteriza más en la disputada región de Cachemira; es una señal potente que proyecta los contornos de la guerra en el siglo XXI, donde la represalia directa entre potencias nucleares deja de ser un tabú para convertirse en una herramienta de política exterior.
El detonante fue un atentado el 22 de abril en Pahalgam, Cachemira india, que costó la vida a 26 personas. La respuesta de Nueva Delhi fue metódica y multifacética: sanciones diplomáticas, la suspensión del histórico Tratado de Aguas del Indo, un bloqueo informativo a medios pakistaníes y, finalmente, la acción militar. Cada paso en esta escalera de tensión parece calculado, pero cada peldaño acerca a ambas naciones a un punto de no retorno. La pregunta ya no es si responderán, sino cómo y con qué consecuencias a largo plazo.
El escenario más probable a corto plazo es una desescalada impuesta por la comunidad internacional. Actores como Estados Unidos, China y las Naciones Unidas tienen un interés vital en evitar un conflicto abierto entre dos estados con arsenales nucleares que suman más de 350 ojivas. La presión diplomática tras bambalinas, sumada al temor a las devastadoras consecuencias económicas de una guerra, podría forzar a ambos gobiernos a dar un paso atrás.
En esta proyección, tanto India como Pakistán declararían una victoria simbólica para sus audiencias internas. El gobierno indio afirmaría haber restablecido la disuasión, demostrando que los ataques en su territorio tendrán un alto costo. Pakistán, por su parte, podría capitalizar la condena internacional a las bajas civiles y presentarse como una víctima que actuó con moderación.
El punto de inflexión crítico para este escenario es la capacidad de los líderes de ambos países para resistir las presiones nacionalistas internas que exigen una respuesta aún más contundente. Si la diplomacia prevalece, la crisis se contendrá, pero la herida quedará abierta, lista para infectarse ante la próxima provocación.
Una alternativa más sombría es que la crisis no derive en una guerra total, pero tampoco en una paz genuina. En su lugar, podría cristalizar en un estado de conflicto híbrido de baja intensidad y carácter permanente. Este futuro se definiría por una normalización de las hostilidades por debajo del umbral de la guerra convencional.
Este escenario implicaría:
- Ataques quirúrgicos recurrentes: La "Operación Sindoor" se convertiría en un precedente, no en una excepción. India podría adoptar una doctrina de ataques transfronterizos como respuesta estándar al terrorismo.
- Guerra de proxies intensificada: El apoyo a grupos insurgentes en Cachemira y otras regiones se volvería más audaz.
- Ciberataques y desinformación: La batalla se libraría también en el dominio digital, con ataques a infraestructuras críticas y campañas de propaganda para desestabilizar al adversario.
- Aislamiento económico y diplomático: Ambos países usarían su influencia para perjudicar al otro en foros internacionales y cadenas de suministro.
Este futuro de "ni guerra ni paz" mantendría a la región en un estado de tensión perpetua, desangrando recursos y vidas, y convirtiendo a Cachemira en una zona de sacrificio permanente. El principal factor de incertidumbre aquí es la resiliencia económica y social de ambas naciones para sostener un conflicto de este tipo a largo plazo.
Este es el escenario de menor probabilidad pero de mayor impacto. Un error de cálculo en la cadena de escalada podría llevar a lo impensable. La represalia pakistaní, prometida por su primer ministro, podría golpear un objetivo indio de alto valor simbólico o estratégico, obligando a Nueva Delhi a una contra-respuesta aún más dura.
En una espiral de acción y reacción, con los tiempos de decisión acortados por la tecnología militar moderna (misiles hipersónicos, drones autónomos), uno de los dos bandos podría percibir que está perdiendo el control del conflicto convencional. Es en este punto donde la doctrina nuclear entra en juego. Pakistán, sin una política de "no primer uso", podría recurrir a un arma nuclear táctica para "escalar y así desescalar", es decir, para detener el avance indio y forzar una negociación desde una nueva posición de fuerza.
El cruce de este umbral, por limitado que fuera, tendría consecuencias globales incalculables, no solo por la devastación inmediata y la lluvia radiactiva, sino porque destrozaría el tabú nuclear que ha regido las relaciones internacionales desde 1945. El punto de inflexión aquí no es una decisión, sino un accidente, una mala interpretación de un radar o una orden mal comunicada en la niebla de la guerra.
La "Operación Sindoor" ha dejado al descubierto la fragilidad de la disuasión nuclear en el sur de Asia. La visión de India de un futuro donde puede castigar a sus adversarios con impunidad choca frontalmente con la apuesta estratégica de Pakistán, que fía su supervivencia a su paraguas atómico. En medio, China observa como un actor decisivo, cuyo apoyo a Pakistán o neutralidad calculada puede inclinar la balanza.
Más allá de quién tiene la razón en el ciclo de violencia, esta crisis obliga a una reflexión crítica. La lógica de la disuasión del siglo XX, basada en la destrucción mutua asegurada, parece cada vez más inestable en un mundo multipolar con actores nacionalistas y tecnologías que aceleran el conflicto. Los eventos en Cachemira no son solo una noticia lejana; son un laboratorio en tiempo real sobre cómo podría ser, o no ser, el futuro de la guerra entre las grandes potencias.