Lo que comenzó como un comentario casual de una figura pública sobre el costo de vida se ha transformado en una señal inequívoca de los tiempos. Cuando el actor Ricardo Darín usó el precio de una docena de empanadas para ilustrar la inflación galopante en Argentina, no imaginó que su gesto se convertiría en el epicentro de una disputa que trasciende la economía para adentrarse en el terreno de la identidad nacional y la legitimidad política. La reacción inmediata y beligerante del gobierno de Javier Milei, acusándolo de “desconexión” y movilizando a sus bases digitales en su contra, no fue un hecho aislado. Es la manifestación más clara de una tendencia emergente: el populismo gastronómico, una estrategia que convierte elementos cotidianos y populares en armas para una batalla cultural por el alma del país.
Este fenómeno no se limita a un bocado criollo. Se extiende a la comparación de las carreteras con Chile para justificar cierres institucionales o a la creación de plataformas de comunicación estatales, como el programa "Fake, 7, 8", diseñadas para atacar a la disidencia. La empanada, en este contexto, deja de ser un alimento para convertirse en un termómetro político. Su precio, su autenticidad y quién tiene derecho a opinar sobre ella se han vuelto marcadores de pertenencia en una sociedad cada vez más polarizada. Analizar esta “guerra” es clave para vislumbrar los futuros posibles del contrato social argentino.
A mediano plazo, el escenario más probable si la tendencia actual se acelera es la consolidación de esta estrategia. El gobierno podría lograr instalar exitosamente una narrativa donde los símbolos de la vida cotidiana se convierten en pruebas de lealtad. En este futuro, el debate público no gira en torno a datos macroeconómicos, sino a quién come la empanada “correcta” al precio “justo”, definido por el oficialismo. Criticar el costo del asado o la calidad del mate podría ser interpretado no como una queja ciudadana, sino como un ataque de la “casta” elitista y antipopular.
Las consecuencias de este escenario son profundas. Se produciría una fragmentación irreversible del espacio público, donde la objetividad de los hechos (como los índices de inflación) pierde relevancia frente a la afiliación emocional con un relato. Figuras culturales, periodistas y académicos que no se alineen serían sistemáticamente etiquetados como enemigos del “pueblo”. La comunicación gubernamental, a través de canales directos y agresivos, buscaría anular a los intermediarios tradicionales, creando una conexión directa y sin filtros con su base, que se sentiría validada en su percepción de que existe una élite cultural desconectada de su realidad. El contrato social se redefiniría en torno a una lealtad simbólica, más que a derechos y deberes cívicos compartidos.
Una posibilidad alternativa es que la estrategia genere un efecto de saturación. La politización constante de cada aspecto de la vida, desde la comida hasta el fútbol, podría agotar a una ciudadanía que enfrenta problemas económicos tangibles. Si la inflación no cede y la calidad de vida no mejora, la “guerra de la empanada” podría empezar a verse como una distracción superficial, un espectáculo que no llena el plato.
En este escenario, el símbolo se vuelve contra su creador. La empanada, en lugar de representar la lucha contra una élite, se convierte en el recordatorio diario del fracaso del gobierno en estabilizar la economía. Este “cansancio simbólico” podría abrir la puerta a un resurgimiento del pragmatismo. La ciudadanía podría comenzar a valorar más las soluciones concretas que las batallas culturales. Figuras como Ricardo Darín, que apelan a un sentido común transversal, podrían ganar tracción como voces de una moderación perdida. Este punto de inflexión dependerá críticamente de la capacidad de la oposición y de la sociedad civil para articular una narrativa alternativa que no caiga en el mismo juego de polarización, sino que se enfoque en la reconstrucción de consensos básicos.
Un tercer futuro, más complejo y descentralizado, podría surgir como una reacción a la homogeneización. La empanada argentina no es una sola; es tucumana, salteña, mendocina, cada una con su receta y su orgullo local. El intento de imponer una visión única y politizada del “sabor nacional” podría provocar una rebelión cultural de las regiones.
En este escenario, la diversidad gastronómica se convierte en una metáfora de la pluralidad política. Productores locales, chefs, y comunidades podrían reivindicar sus propias identidades como un acto de resistencia frente a un discurso centralista y polarizante. El mercado mismo podría jugar un rol inesperado: la libre elección del consumidor sobre qué empanada comprar y a qué precio se convertiría en un plebiscito diario que desafía la narrativa oficial. Este futuro no implicaría necesariamente una derrota del gobierno, sino la emergencia de un federalismo cultural más fuerte, donde la identidad nacional se entiende como una suma de diversidades y no como un bloque monolítico. Sería la victoria de la soberanía del sabor sobre el populismo gastronómico.
El camino que tome Argentina dependerá de factores críticos: la evolución de la economía real será el árbitro final de la eficacia de cualquier relato simbólico. La respuesta del sector cultural y mediático determinará si la pluralidad de voces sobrevive a los ataques. Y, fundamentalmente, la reacción de una ciudadanía que hoy es espectadora y jurado de esta contienda definirá el resultado.
La “Guerra de la Empanada” es mucho más que una anécdota. Es una ventana a las tensiones que definirán el futuro del país. Nos obliga a preguntarnos dónde termina la vida privada y dónde empieza la arena política, qué símbolos estamos dispuestos a ceder al fragor de la batalla ideológica y, en última instancia, qué ingredientes compondrán el nuevo contrato social que se está cocinando, a fuego lento o rápido, en la Argentina de hoy.