A más de un mes del masivo apagón que el 28 de abril sumió a España y Portugal en la oscuridad, la normalidad ha regresado a las calles. Los semáforos funcionan, el metro circula y las transacciones con tarjeta se procesan sin contratiempos. Sin embargo, la calma aparente esconde una profunda reflexión que resuena en los pasillos gubernamentales y centros de análisis de toda Europa. El llamado "Apagón Ibérico" fue mucho más que un simple corte de suministro; fue una radiografía en tiempo real de las vulnerabilidades de una sociedad hiperconectada y una advertencia sobre los desafíos de la transición energética.
El lunes 28 de abril, poco después del mediodía, el sistema eléctrico de la Península Ibérica colapsó. En cuestión de segundos, según informó el operador de la red española, Red Eléctrica, se produjo una pérdida súbita de 15 gigawatts de potencia, equivalente al 60% de la demanda en ese momento. El efecto fue inmediato y devastador: 50 millones de personas quedaron sin electricidad. El transporte público en grandes ciudades como Madrid se detuvo, obligando a evacuaciones en el metro. El comercio se paralizó al quedar inoperativos los sistemas de pago electrónico y los cajeros automáticos. Las telecomunicaciones fallaron, sumiendo a la población en una incertidumbre que no se vivía en décadas.
La respuesta inicial de los gobiernos fue de máxima alerta. El presidente español, Pedro Sánchez, compareció para pedir a los trabajadores no esenciales que no acudieran a sus puestos al día siguiente, afirmando que "no se puede descartar ninguna hipótesis". Esta declaración alimentó brevemente las especulaciones sobre un posible ciberataque o un acto de sabotaje.
Sin embargo, al día siguiente, la investigación comenzó a arrojar luz sobre las causas. Red Eléctrica descartó una intrusión externa y señaló un fallo técnico: dos "desconexiones" casi simultáneas en el suroeste de España, una zona con alta concentración de generación de energía solar. Este hecho no tardó en encender el debate sobre la estabilidad de las redes eléctricas con una alta penetración de fuentes renovables, cuya producción es intermitente por naturaleza.
Las consecuencias económicas no tardaron en cuantificarse. Un informe del banco español CaixaBank, publicado a principios de mayo, estimó el impacto directo en casi 400 millones de euros. La cifra se basó en el desplome del 34% en el gasto de los hogares durante el día del apagón, evidenciando que la parálisis no fue solo de la industria, sino del motor del consumo digital.
El apagón generó un cruce de narrativas que permite entender la complejidad del problema:
El Apagón Ibérico no es un hecho aislado, sino un síntoma de una era. A medida que las naciones, incluida Chile, avanzan en la digitalización de sus economías y en una ambiciosa transición energética, la dependencia de una red eléctrica estable y robusta se vuelve absoluta. El evento sirve como un caso de estudio crucial que plantea preguntas incómodas: ¿Están nuestras redes preparadas para la intermitencia de las fuentes renovables? ¿Hemos evaluado correctamente el riesgo de un colapso en cascada que afecte no solo a la energía, sino a las finanzas, la salud y la seguridad? ¿Cuál es el verdadero costo de no invertir en resiliencia?
Hoy, mientras los informes técnicos definitivos se finalizan, el apagón ha dejado de ser una noticia de última hora para convertirse en un punto de inflexión en la planificación estratégica europea. El tema ya no es si volverá a ocurrir, sino qué se está haciendo para minimizar su probabilidad y su impacto. La crisis inmediata terminó, pero el debate sobre la fragilidad de nuestro mundo moderno apenas comienza.