Lo que ocurrió en Texas a principios de julio de 2025 no fue simplemente una inundación; fue una señal. Cuando las aguas del río Guadalupe crecieron ocho metros en menos de una hora, no solo arrastraron casas, vehículos y las vidas de más de un centenar de personas —incluyendo 27 niñas en un campamento de verano—, sino que también demolieron la frágil ilusión de seguridad en la era del Antropoceno. El diluvio de Texas, ocurrido meses después de la consolidación de una agenda política escéptica del cambio climático, funciona como un prólogo crudo y urgente de los futuros que nos esperan. Es la crónica de un contrato climático y social que se ha roto y cuyas consecuencias apenas comenzamos a vislumbrar.
El evento desnudó una cadena de fallas sistémicas con una precisión devastadora. Los pronósticos del Servicio Meteorológico Nacional (NWS), mermado por recortes presupuestarios y vacantes clave, subestimaron la magnitud de la lluvia en un 50%. En el condado de Kerr, epicentro de la tragedia, no existía un sistema de alerta moderno. La razón, según sus propias autoridades, era la resistencia de los contribuyentes a financiarlo. La seguridad se había externalizado a una cadena informal de llamadas telefónicas y a la fe, una apuesta que resultó fatal. Texas se convirtió así en el primer gran escenario de una catástrofe donde la ideología política colisionó directamente con la física del clima, y la física ganó.
A medio plazo, la respuesta más probable a eventos como el de Texas es la aceleración de la desigualdad climática. Las comunidades con recursos económicos y poder político buscarán construir la Ciudad Insumergible. Este escenario proyecta enclaves urbanos y suburbanos blindados con infraestructura de punta: sistemas de alerta predictiva basados en IA, barreras anti-inundaciones, redes eléctricas inteligentes y autosuficientes. Serán islas de hiper-resiliencia en un océano de vulnerabilidad.
El capital fluirá hacia las empresas de climate tech y las constructoras especializadas en fortificación. Sin embargo, este blindaje tendrá un costo social inmenso. Las zonas que no puedan pagar esta prima de seguridad —comunidades rurales, barrios de bajos ingresos, territorios con menor peso político— se convertirán en zonas de sacrificio. Las aseguradoras se retirarán, el valor de las propiedades se desplomará y el Estado, en lugar de invertir, gestionará un repliegue estratégico. La tragedia de Texas, donde la falta de un sistema de alerta fue una decisión económica, es el germen de esta lógica: la seguridad como un bien de consumo, no como un derecho.
Una dinámica paralela y contrapuesta emerge de los escombros. En medio del caos, surgieron actos de heroísmo que redefinen la ciudadanía. Dos jóvenes instructoras mexicanas, Silvana Garza y María Paula Zárate, salvaron a 20 niñas escribiendo sus nombres en los brazos para identificarlas en caso de una tragedia. Un padre de familia, RJ Harber, alertó a sus vecinos antes de que la corriente se llevara a sus propias hijas. Estos actos no son anécdotas; son la manifestación de un nuevo contrato social que nace desde abajo, en ausencia del Estado.
Este futuro proyecta la consolidación de redes de resiliencia comunitaria. Grupos de ayuda mutua, sistemas de monitoreo ciudadano y protocolos de evacuación descentralizados se volverán la norma. La tecnología jugará un rol clave, pero en manos de la ciudadanía: aplicaciones de alerta vecinal, redes de comunicación por malla y drones operados por voluntarios. Este modelo, sin embargo, es inherentemente frágil. El heroísmo puede mitigar el desastre, pero no puede reconstruir un puente, financiar un servicio meteorológico nacional o reubicar a miles de personas. Depende de la cohesión social, un recurso que se agota bajo la presión constante de la crisis y que se ve amenazado por la polarización.
La narrativa de las heroínas mexicanas es particularmente potente en un contexto político texano marcado por una dura retórica antiinmigrante. Revela una disonancia cognitiva profunda: mientras la política oficial criminaliza, la realidad de la catástrofe demuestra que la supervivencia depende de la solidaridad humana, sin importar el pasaporte. Este es un punto de inflexión cultural que podría redefinir las alianzas sociales en las próximas décadas.
A largo plazo, la repetición de estos eventos forzará una reconfiguración del rol del Estado. La respuesta del gobierno en Texas —centrada en la declaración de desastre a posteriori y en llamados a la oración— es insostenible. Si cada desastre requiere una movilización federal masiva, el sistema colapsará fiscal y logísticamente. Esto podría llevar a un futuro de “abandono administrado”.
En este escenario, el gobierno federal redefine su responsabilidad, enfocándose en la defensa de infraestructuras críticas de interés nacional (puertos, bases militares, centros económicos) y dejando a los estados y municipios la gestión de sus propias crisis. La política se transformará en un debate sobre qué y a quién salvar. ¿Se invertirán miles de millones en proteger Houston, un centro energético vital, mientras se permite que comunidades como las del condado de Kerr se vuelvan inhabitables? La geopolítica ya no será solo sobre fronteras, sino sobre qué territorios dentro de ellas son viables.
El futuro más plausible no es la victoria de un único escenario, sino una superposición caótica de los tres. Veremos enclaves amurallados de la Ciudad Insumergible coexistiendo con vastas regiones abandonadas a su suerte, donde la supervivencia dependerá del heroísmo cívico y la ayuda mutua. El Estado actuará como un administrador de crisis, priorizando intereses estratégicos y dejando que el resto se adapte o perezca.
El diluvio de Texas no fue el fin de una ciudad, sino el nacimiento de una nueva era de preguntas. ¿Es la resiliencia un proyecto colectivo o un privilegio individual? ¿Puede la solidaridad espontánea sustituir la responsabilidad institucional? El agua ha retrocedido, pero ha dejado en la orilla un mapa de nuestros posibles futuros, un reflejo de las decisiones que tomaremos sobre las ruinas del viejo contrato. La Atlántida americana no es un mito del pasado, sino una advertencia sobre el futuro que estamos construyendo activamente, con cada presupuesto que recortamos y cada sistema de alerta que decidimos no instalar.