La decisión de la Corte Suprema de Justicia argentina de ratificar la condena por corrupción contra Cristina Fernández de Kirchner no es solo el epílogo de una larga batalla legal. Es el cierre forzoso de un ciclo político de dos décadas y la apertura de un futuro incierto. La imagen de la dos veces presidenta, la figura más influyente y divisiva de la política argentina reciente, confinada a un arresto domiciliario y despojada de sus derechos políticos, funciona como un test de Rorschach para una nación fracturada. Donde unos ven el triunfo de la República y el fin de la impunidad, otros ven la consumación de una proscripción política orquestada. El veredicto no ofrece respuestas; plantea, en cambio, los escenarios que definirán la próxima década argentina.
La reacción inmediata del kirchnerismo fue transformar la derrota judicial en una causa política. Las movilizaciones, los cánticos de “vamos a volver” y la denuncia de lawfare (guerra jurídica) buscan construir una épica de resistencia. En este escenario, Cristina Kirchner, desde su arresto domiciliario, emula el arquetipo del líder perseguido. Su balcón se convierte en púlpito; su silencio, en un mensaje. La estrategia se inspira en precedentes poderosos, como el de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, cuyo encarcelamiento precedió su regreso triunfal al poder.
Este camino, sin embargo, está plagado de incertidumbres. El liderazgo simbólico es potente para cohesionar a la militancia, pero su capacidad para traducirse en poder electoral real para un sucesor es dudosa. ¿Pueden figuras como el gobernador Axel Kicillof o el exministro Sergio Massa canalizar eficazmente el capital político de una líder que no puede competir en las urnas? El riesgo para el peronismo es quedar atrapado en una nostalgia paralizante, rindiendo culto a una figura irremplazable sin construir una alternativa viable de gobierno. La viabilidad de este escenario dependerá de la capacidad del movimiento para mantener la movilización en el tiempo y del deterioro de las condiciones económicas bajo el gobierno de Javier Milei, que podría alimentar el descontento y la narrativa de la persecución.
Una trayectoria alternativa, y temida dentro del peronismo, es la del ocaso político. El paralelismo aquí no es con Lula, sino con Carlos Menem. Tras su arresto domiciliario por la venta ilegal de armas, el poder del expresidente riojano se disipó. La inhabilitación perpetua es un golpe letal para un liderazgo personalista. Sin la posibilidad de ocupar un cargo, el poder de Cristina Kirchner para disciplinar, negociar y proyectar futuro se reduce drásticamente.
Este escenario proyecta una fragmentación acelerada del peronismo. Gobernadores con agendas propias, sindicatos con intereses sectoriales y facciones como la de Massa, que siempre mantuvieron una identidad diferenciada, se ven ante una oportunidad histórica para disputar el liderazgo. La condena les obliga a una muestra pública de lealtad, pero en privado acelera los cálculos sucesorios. El analista político Sergio Berensztein sugiere una “gradual marginación” de su figura, mientras que otros, como Rosendo Fraga, creen que “crecerá políticamente” desde el martirio. El punto de inflexión serán las próximas elecciones legislativas: un mal resultado para el peronismo confirmaría el fin de una era y daría inicio a una reconfiguración profunda y probablemente caótica del principal movimiento político de Argentina.
Para el gobierno de Javier Milei y una parte importante de la sociedad, el fallo representa un hito institucional: la demostración de que nadie está por encima de la ley. La condena es vista como un paso necesario para romper con un ciclo de corrupción y populismo. La estrategia del oficialismo, tras un silencio inicial, fue celebrar el veredicto como una victoria de la República, reforzando su discurso anti-casta. Sin embargo, este triunfo tiene un doble filo: al neutralizar a su principal antagonista, el gobierno pierde el enemigo que le permitía polarizar y cohesionar a su propia base.
El dilema de fondo es si este evento fortalece o debilita la confianza en las instituciones. Para casi la mitad del país, el fallo es una prueba de que la justicia funciona. Para la otra mitad, es la confirmación de que el poder judicial es un arma política. Lejos de cerrar la “grieta”, la profundiza, llevándola al terreno de la legitimidad misma del Estado de derecho. El exjuez de la Corte Suprema, Eugenio Zaffaroni, advirtió sobre el riesgo de una “peruanización” de la política, un estado de guerra judicial permanente donde los tribunales se convierten en el campo de batalla principal, erosionando la estabilidad democrática. El futuro de la independencia judicial y su percepción pública es, quizás, el legado más complejo que deja este fallo.
El futuro más probable no será una versión pura de ninguno de estos escenarios, sino un híbrido complejo. A mediano plazo, Cristina Kirchner se consolidará como un símbolo de resistencia para su movimiento, una mártir cuya influencia moral y simbólica persistirá. Sin embargo, la realpolitik de un peronismo que necesita candidatos viables forzará una sucesión desordenada y conflictiva.
La tendencia dominante será la continuación de una polarización extrema, aunque con nuevos protagonistas y narrativas. El concepto de lawfare ya no es una simple denuncia, sino un elemento estructural del debate político que condicionará la relación entre política y justicia por años. El mayor riesgo es la consolidación de una desconfianza ciudadana total en las instituciones. La oportunidad latente, aunque remota, es que esta crisis obligue a los principales actores, especialmente al peronismo, a una refundación programática y de liderazgos que mire más allá de la sombra de su pasado caudillista.
El veredicto sobre Cristina Kirchner ha cerrado un capítulo, pero la pregunta que definirá el futuro de Argentina sigue abierta: ¿servirá esta condena para sanar las fracturas del país o para infectarlas con un resentimiento aún más profundo? La respuesta determinará si Argentina puede construir un nuevo contrato social o si está destinada a repetir sus ciclos históricos de confrontación.